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Imagen de la tragedia.
Medio siglo de la tragedia de Montejaque

Medio siglo de la tragedia de Montejaque

El miércoles se cumplen 50 años del accidente de tráfico de un autobús escolar en el que fallecieron cuatro alumnos, dos profesores y el conductor

Alvaro Frías

Domingo, 24 de abril 2016, 02:16

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Sus relojes se pararon a las 15.53 horas. Fue el momento exacto en el que un autobús repleto de alumnos y profesores del Instituto de Enseñanza Secundaria Nuestra Señora de la Victoria, en Martiricos, sufría un aparatoso accidente de tráfico que marcó una de las mayores tragedias que recuerda la provincia, en la que resultaron heridos 45 estudiantes y fallecieron cuatro alumnos, dos profesores y el conductor.

Se trata de una historia difícil de olvidar, tan dura como las imágenes que se recogieron instantes después de un siniestro que tuvo lugar en Montejaque. El 27 de abril se cumplen 50 años del accidente. «Aquel día también era miércoles», comenta Fernando Nieto, uno de los alumnos que sobrevivieron al accidente. Medio siglo después, recuerda junto a otros cinco compañeros aquel trágico viaje. «Teníamos 15 años y para muchos de nosotros era la primera excursión que hacíamos con el colegio; incluso, para algunos, la primera vez que salían de Málaga», explica. Por ello, el ambiente durante toda la jornada había sido «muy bueno».

Era una alegría alentada por las canciones que brotaban de la garganta de algunos de los alumnos. Sin embargo, todo cambió en un abrir y cerrar de ojos, al pasar por una doble curva cuando circulaban por la carretera que conectaba Montejaque con Benaoján. «Por la hora que era, muchos de nosotros estábamos dormidos. Yo di una cabezada y de repente empecé a escuchar crujidos y el autobús empezó a dar vueltas», cuenta Fernando.

Sus recuerdos son vagos, fruto del fuerte impacto, que les dejó completamente conmocionados. Julio Bravo indica que tiene el triste récord de haber sido el último de los supervivientes en abandonar el autobús. «Me quedé con la pierna atrapada y no podía moverme. Rabiaba de dolor porque me estaba cayendo sobre el brazo un líquido muy caliente», relata, mientras se remanga la camisa para mostrar las cicatrices de las quemaduras que marcan su piel. Perdía y recuperaba el conocimiento mientras seguía atrapado. «En una de esas veces recuerdo que me encontré con un cura dándome la extrema unción. Fue el momento en el que pensé que era muy joven para morir», insiste Julio.

La estampa era desoladora. El autobús se había convertido en un amasijo de hierros teñido de rojo, dejando a su alrededor los cadáveres y una multitud de adolescentes que intentaban asimilar lo que había ocurrido. Venancio Gutiérrez fue uno de los primeros en salir del vehículo tras el siniestro. Tenía un importante golpe en la cabeza, con una brecha que le recorría toda la frente. Sangraba abundantemente y no recuerda cómo consiguió volver a la carretera, después de subir como pudo por el terraplén por el que había caído el autobús: «La vista me iba y venía. Al llegar arriba me desplomé, escuchaba los gritos, pero no podía hacer nada. Era una sensación horrible, pero había perdido mucha sangre y no tenía fuerzas».

Como Venancio, Diego Olmedo deambulaba alrededor del autobús. Con una amplia sonrisa y una mirada directa, que no le impiden ocultar la emoción al recordar lo ocurrido, indica que tras sufrir el accidente sólo preguntaba a los compañeros por su padre. Era el conductor del autobús, que falleció en el siniestro, algo que él no supo hasta pasados un par de días de los hechos. «Estaba conmocionado y no se dio cuenta de nada», indica Fernando, con quien se cruzó Diego en ese trágico deambular. «Menos mal que estabas así, porque yo lo vi un poco más adelante, mejor así», se sincera con su compañero, mientras le aprieta cariñosamente el brazo.

Las historias sobre lo ocurrido no dejan de repetirse. Una de las más impresionantes es la que relata Francisco Flores: «Estuve todo el viaje con el mismo compañero, pero después de comer él se adelantó y se sentó en el sitio en el que yo iba, junto a la ventanilla». El joven murió en el accidente, al igual que los otros dos adolescentes que estaban en los asientos de detrás.

Se hace un nudo en la garganta al escuchar sus palabras. El mismo que todavía se forma en ellos cuando recuerdan la solidaridad de los vecinos de las localidades que se volcaron en el auxilio de los supervivientes de la tragedia. «Se me pone la piel de gallina cada vez que me acuerdo de la cola de gente que había cuando llegamos al hospital de Ronda al que nos trasladaron. Era para donar sangre, algo que entonces incluso se hacía por dinero», asegura Fernando. Una solidaridad que después de 50 años siguen agradeciendo como si fuese aquel día.

En el centro sanitario no faltaron los voluntarios, que acompañaron a los jóvenes hasta que sus familias llegaron allí. Julio aún se emociona al recordar ese momento. Las palabras se le traban, a la hora de relatar «aquellos gritos de unos padres que acudían al hospital sin saber si sus hijos estaban vivos o muertos».

Ahora, 50 años después de aquello, siguen juntos. Estos compañeros aseguran que lo ocurrido les acabó uniendo más y que se reúnen habitualmente una vez al año para comer y compartir recuerdos, en los que pocas veces se habla del trágico accidente. Sin embargo, de cierta manera, siempre está presente.

José María Ramos Garín, otro de los supervivientes, permanece algo más callado que sus compañeros. Es contundente con sus palabras y explica que aquel 27 de abril volvieron a nacer: «Siempre digo que es el día de nuestro cumpleaños y que el próximo miércoles cumpliremos medio siglo de vida». Su reloj también se paró aquel día a las 15.53 horas. Siete de los que iban en el autobús nunca más pudieron volver a ponerlos en marcha, pero él y sus compañeros tuvieron la suerte de hacerlo. El tiempo sigue corriendo para ellos, eso sí, con el recuerdo imborrable de aquella tragedia que, al igual que las cicatrices que tienen grabadas en la piel, se encuentra marcada a fuego en sus memorias.

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