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Un hogar devorado por el arte

Un hogar devorado por el arte

El artista Rafael Carmona abre las puertas de su casa desde su retiro voluntario en la antigua fábrica de naipes de Macharaviaya

Lorena Codes

Martes, 9 de septiembre 2014, 08:48

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«Cuando salgáis de aquí pensaréis que todo ha sido un sueño, que esta casa no existe». Con esta sentenciosa frase deslizada en medio de una sonrisa que recordaba al gato Cheshire en 'Alicia', Rafael Carmona parecía querer hacer suyas las palabras del personaje de Carrol cuando decía: «Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco y tú también. De lo contrario no estarías aquí». Jugando con la ironía del lenguaje, el polifacético artista abrió las puertas de su hogar en Macharaviaya a Gente de Málaga. La antigua fábrica de naipes del pueblo de los Gálvez que Carmona ha restaurado y cuidado hasta convertirla en una extensión de su propio universo estético y sensorial es un compendio de su recorrido vital, físico y espiritual. En ningún lugar el alma del personaje queda tan al aire como en el interior de estos muros históricos.

La casa forma parte del conjunto que fue albergue de la fábrica de naipes, establecida en Macharaviaya con exclusividad de comercio para las Indias en 1776 gracias a una Real Cédula impulsada por José Gálvez. Más de 60 familias, entre las que se encontraban dibujantes y artesanos llegados de varios países, se establecieron en el pueblo axárquico. De ello queda un humilde testigo en las paredes de la vivienda, que Carmona se ha encargado de recuperar y conservar: un resto arqueológico en forma de grabado en la pared con un dibujo de un naipe y la inscripción 'Santiago'. El azar quiso que Carmona diera con esta vivienda hace más de quince años, cuando buscaba un hogar y taller en los que establecerse, tras abandonar el que ocupaba en Pedregalejo. Aquí ha encontrado, según cuenta, el binomio tiempo-espacio que le permite dar rienda suelta a su «tormenta». No tiene reservas a la hora de confesar su retiro voluntario del ruido de un mundo que no comprende: «Siempre fui esa oveja negra que supo esquivar las piedras que le tiraban a dar/ y entre más pasan los años más me aparto del rebaño porque no sé a dónde va, que decía El Cabrero».

La penumbra se adueña del ambiente nada más traspasar la puerta de entrada, desde donde tampoco se accede directamente al salón; lo impide un biombo de madera con celosías, dispuesto de esa forma a propósito para, según indica Rafael, «que nadie acceda a mi mundo sin que yo dé permiso primero». Detrás de esta pieza aguarda un cosmos ambivalente, a la vez sereno e inquietante, oscuro y colorido, quieto y lleno de vida. Rafael lo ha dotado de un espíritu rico en formas y colores, modernista en algunos tramos, inclasificable en otros. Una chimenea henchida de obras de arte y recuerdos de sus viajes y una humilde mesa camilla son los elementos centrales de esta primera estancia, amén de las decenas de obras del autor que desfilan por cada rincón de esta residencia. Más de dos mil, en concreto, entre esculturas, pinturas, dibujos... Formas y tonos que traspasan la frontera del lienzo para trepar por las paredes, escoltando puertas y ventanas como si tuvieran aliento propio.

Motivos mitológicos, alquímicos, fusión de varias culturas ancestrales, recorren las habitaciones como si señalaran un camino trazado al visitante. Paredes encaladas y devoradas por el vergel le recuerdan a su Albaicín natal, al Carmen de Ceniceros, desde donde comenzó a sentir la llamada del arte siendo muy niño. Esta inquietud temprana se vio potenciada por la prematura marcha de su madre cuando él tenía nueve años. Un hecho luctuoso que ha marcado su discurso artístico desde siempre, con periodos más o menos intensos y dentro de formas de expresión variopintas. Todas las domina. Posee un profundo conocimiento del mundo clásico y una vasta sed de cultura que vuelca en su obra pictórica y escultórica, pero también en la música (toca varios instrumento) y en la literatura, donde se destapa como un brillante diseñador de relatos cortos.

Licenciado en Bellas Artes (Escultura) por la escuela sevillana de Santa Isabel de Hungría, fue el artista malagueño José Caballero quien lo impulsó (prácticamente lo obligó) a mostrar sus obras al mundo. En 1974 expone en la Galería Serrano de Osma de Madrid, ha sido presidente de varios grupos de artistas plásticos y formado parte de otros tantos, impulsor del primer homenaje a Picasso en Málaga, condecorado en Bulgaria por su trabajo y director de varias colectivas de homenaje al Mediterráneo. Nada de eso lo perturba ya. Cada rincón de esta casa es testigo de la absoluta entrega de Rafael a los designios de la creación. «He vivido mal para poder pintar», asegura echando la vista atrás con la sabiduría de quien ha atravesado el temporal y sabe que por mucho que luche el marinero no gobernará el timón. Todavía recuerda lo mucho que le impactó leer de joven la biografía de Vicent van Gogh y cómo esta desmesura con la que se siente identificado se ha visto reflejada también en sus obras.

Este Quijote de buenas maneras y educación exquisita asegura que en su hogar tiene cabida todo «menos la grosería». Las pupilas se abruman al querer hacerse cargo de la riqueza que exhibe cada centímetro de esta casa. Desde su taller en la buhardilla, lleno de autorretratos, marionetas, títeres y máscaras africanas hasta el fantástico vergel bañado de azul y poblado de criaturas fantásticas, que recuerda a los Jardines de Bomarzo en Italia. Todos se quedan quietos, mirando al que llega, como si aguardaran la orden del prestidigitador para volver a la vida una vez la visita haya atravesado el espejo hacia la cruda realidad.

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