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EL CANDELABRO

INFANTA

ARANTZA FURUNDARENA

Martes, 21 de febrero 2017, 01:13

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Hace años conocí en Barcelona a una amiga de la infanta Cristina. Me contó que había estado cenando en casa de los Urdangarin esa semana... Fue la típica cena de matrimonios, en la época en que Cristina e Iñaki eran una pareja de recién casados, vivían en un piso y todavía no habían dado el salto cualitativo (triple mortal y sin red, como luego se ha visto) al famoso palacete de Pedralbes. La infanta le explicó a su amiga que para ultimar los preparativos de la cena y dejar la mesa puesta había tenido que aprovechar el hueco del mediodía que le permitía su trabajo en La Caixa, porque no tenía ayuda... «Eso me ha dicho», subrayó la informante en tono neutro. Pero acto seguido se encogió de hombros y guardó un breve silencio como dejando flotar en el aire una inevitable pregunta: ¿será cierto?

Si Cristina de Borbón acostumbra a decir (o no) la verdad es algo que probablemente solo conozca ella misma. O tal vez ni siquiera ella misma, porque hay gente que se miente mucho... Las consultas de los psicólogos están repletas de casos así. Además, cuando naces en un ambiente tan sumamente irreal como el de una familia real tiene que resultarte muy difícil distinguir entre la veracidad y el artificio. Cristina siempre quiso ser una chica normal. Y es muy probable que ella en su interior llegara a creérselo. Pero desde fuera no era esa la imagen que proyectaba, ni siquiera cuando se movía en camiseta y deportivas por los pantalanes del Club Náutico de Palma. Algo en su expresión, en su manera de hablar, de moverse, en la inflexión de su voz, grave, cauta y apagada, la han hecho siempre peculiar, diferente, digna heredera de una dinastía que ha invertido siglos en el arte de reprimir la espontaneidad.

Durante su declaración en el juicio, donde insistió en que no tenía ni idea de nada (ni de sumas ni de restas), Cristina estuvo increíble. Más 'in-creíble' aún que cuando le contó a aquella amiga que ella había preparado sola la cena y había puesto la mesa porque no tenía ayuda. Le ha funcionado, ha resultado absuelta. Me pregunto si, tras dictar la sentencia, la juez, como aquella amiga, se habrá encogido de hombros y habrá guardado un breve silencio como dejando flotar en el aire una pregunta.

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