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Nadal, junto a la copa de Roland Garros. EFE
Lo extraordinario de lo cotidiano
FINAL

Lo extraordinario de lo cotidiano

La imagen de Rafa Nadal abrazado a la Copa de los Mosqueteros refleja la felicidad y el sufrimiento pasado de una persona que ha luchado años para convertir la leyenda en rutina

Manuel Sánchez

Madrid

Domingo, 10 de junio 2018, 19:15

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 La pista Philippe Chatrier lució este domingo un aspecto familiar. Camisetas de la selección española, gritos de «¡Vamos, Rafa!» y la icónica imagen del mallorquín levantando la copa. Una costumbre que se remonta a 2005, cuando Rafael Nadal conquistó su primer título en la arcilla de París al vencer a Mariano Puerta. En aquella ocasión, recibió el trofeo plateado de las manos de Zinedine Zidane, quien probablemente no podría imaginarse que, trece años después, estaría sentado en las gradas viendo ganar de nuevo a aquel chico de 19 años.

Parece complicado otorgar el calificativo de extraordinario a algo que se ha repetido once veces en los últimos años y parecería osado no hacerlo cuando es el único en la historia en conseguirlo. Quizás sus últimas victorias en París no han sido las más épicas ni las más emocionantes, pero ello no le resta ni un ápice de emotividad a lo conseguido en la capital francesa. Un solo set cedido en dos años, dos finales sin oposición real y el mismo resultado, la Copa de los Mosqueteros soldada a los brazos y la retina de quien ya tiene 32 años y sigue ganando torneos como churros.

Ken Rosewall, leyenda de Australia con ocho títulos de Grand Slam, le entregó su premio, y la manera en que se abrazó al entorchado y sus resoplidos al achucharlo reflejaron la lucha y el esfuerzo detrás de los últimos años. Reflejó la lesión en Londres, la recaída en Australia, los tres meses de competición perdidos y la impotencia de no poder jugar. Nadal lloró, como un niño y como un hombre, porque aquello que cantaba The Cure, con su 'Boys Don't Cry', se quedó anticuado. La ovación del público, alargada durante más de un minuto le derrumbó y le golpeó sentimentalmente. Como él había hecho con Dominic Thiem minutos antes en la pista.

Su figura, sola en el pedestal, con la copa en sus manos, fue el símbolo perfecto del campeón. Aunque si él pudiera, se hubiera llevado a ese podio a todos sus amigos y familiares, esos que como él siempre asegura, son el verdadero éxito de todo esto.

Cuando el himno de España comenzó a resonar en París, la mirada del hombre de Manacor se clavó. Se quedó inmóvil y se emocionó como todas las veces anteriores. Porque lo único que ha cambiado en Nadal en los últimos años es el número de su zapatilla, ese que marca los Roland Garros que ya tiene en casa.

No hubo este año un mural en las gradas para homenajearle, ni su tío Toni, testigo de excepción para la final, recibió una réplica del trofeo. Fue una ceremonia más simple, que reflejó la sencillez del campeón. Ese que ha convertido lo extraordinario en cotidiano y que ha mutado la rutina en leyenda. Rafael Nadal Parera.

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