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alberto martínez uribe
Martes, 30 de mayo 2017, 00:41
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Dice el chiste que la gente del campo del sur de Estados Unidos piensa que las últimas palabras del himno son «Conductores, enciendan sus motores». Y es que, aunque aquí se canta el himno en cualquier evento deportivo (sea un partido de baloncesto entre dos colegios de Primaria) hay un público que sólo ve carreras de coches. De entre ese público, los de las 500 Millas se consideran los más refinados porque no se ponen «tan ciegos como los de NASCAR», me decía mi compañero en el corto viaje en autobús desde el aparcamiento hasta la entrada del circuito. Nada más sentarme, me estrechó la mano, se presentó, y me habló del corredor por el que había apostado, un tipo poco conocido por el que las apuestas iban 15 a 1, me dijo. Me preguntó si a mí también me había arrastrado mi mujer a Indianápolis a ver la carrera como a él. Le dije que por supuesto que sí, y pude oír a la mía reírse a carcajadas desde el asiento de delante. Otro autobús nos hubiera hecho falta para llegar desde la entrada hasta nuestras localidades. Cuando la gente dice que el Vaticano, el Taj Mahal y otros ocho estadios y monumentos diversos caben en el interior de la pista, uno hace un poco de cálculo mental y ve que es plausible. Las gradas dan cabida a 257.000 personas y la cantidad de gente que ocupa el terreno del interior del óvalo aumenta esa capacidad a 400.000 personas, unos cinco Maracanás.
La gente que ocupa el terreno del interior del circuito está acampada allí desde hace días, con sus autocaravanas, tiendas de campaña, coches, o con una silla plegable y una manta, en permanente botellón que hace que más de uno se pierda el principio de la carrera. Y es difícil perdérselo. Las puertas se abren a las seis de la mañana y desde muy temprano hay eventos de todo tipo: desfilan bandas de música, corren coches históricos, conciertos diversos, viene un helicóptero a entregar la bandera de salida, hay un minidesfile de las fuerzas armadas (el día siguiente es Memorial Day, en el que se recuerda a los militares estadounidenses muertos en combate y a sus familias, un colectivo bastante numeroso en Estados Unidos).
Los himnos y diversos minutos de silencio hacen que los que controlan los accesos paren de escanear entradas y se pongan la mano en el pecho. Pero nadie se pone nervioso, sino que se quitan la gorra y esperan, también con la mano en el pecho, buscando bandera hacia la que dirigir la mirada, lo cual no es difícil de encontrar. Tiene que ser una bandera de verdad. Las personas del público vestidas de barras y estrellas no sirven, aunque son legión.
Pasa un B-52 sobre el estadio con un ensordecedor estruendo comparable con el que hacen los vítores y aplausos del público al verlo y ya estamos a un par de himnos del comienzo. Ahora viene el bueno, el Star Spangled Banner, recibido por una multitud con la gorra quitada bajo un sol de justicia con un silencio sepulcral desde las gradas o cantado a voz en grito desde las secciones del interior de la pista, que están bastante cocidos de Budweiser ya a estas horas.
Una vez más, se presenta a los corredores. Entre ellos Serviá y Alonso. Fernando Alonso apenas arranca aplausos o muestras de reconocimiento del público, y los presentadores lo anuncian con poco entusiasmo, actitud que va cambiando según sube posiciones a lo largo de la carrera. Al corredor asturiano lo ha venido siguiendo la prensa durante semanas, pero no era uno de los favoritos del público mayoritario de la Indy500.
Indianápolis ha conseguido ser uno de esos lugares míticos del automovilismo, como Mónaco, Le Mans o Gibralfaro. Y le ha dado su nombre a una variedad del automovilismo, una prima hermana autóctona de la Fórmula 1, con reglas diferentes (todos los IndyCars son el mismo Dallara DW001, los motores varían) y los equipos se gastan una fracción del presupuesto de un equipo de F1. Y ahí han venido los más y los menos. Lewis Hamilton ha hecho un comentario con sorna sobre el nivel de la carrera, al ver que el recién llegado Alonso se colocaba el quinto en la salida. Siempre estaremos en ese debate, ya sea entre NASCAR y la serie Indy, entre Villaarriba y Villaabajo, primera división y tercera regional: cuando algo que nos gusta les parece cutre y de estar por casa a los demás, siempre podemos apelar a que es más auténtico y de verdad. Sin artificio.
Y sin artificio, pero con mucho aplomo, Indianápolis y los seguidores de la carrera que lleva su nombre la consideran el mejor evento deportivo del planeta. Sin duda, es el más grande. Y uno de los más antiguos. Una carrera que celebra este año su edición número 101 ha tenido tiempo de generar sus propias tradiciones. Desde hace unos años, los ganadores besan los adoquines que quedan visibles de la pista original de principios de siglo. Su gesto espontáneo se ha convertido en tradición. Por otra parte, el corredor Louis Meyer, que tomaba leche continuamente para refrescarse, pidió un vaso al ganar la carrera en 1936 y el gesto no le pasó inadvertido a un magnate de la industria lechera, que procuró que el gesto se repitiera a lo largo de los años. Desde entonces, a ganar las 500 Millas de Indianápolis se le llama beberse la leche. Algunos corredores se beben el vaso, otros dan un sorbo y otros se la echan por encima. Es el Moet Chandon de Indianápolis.
El domingo tuvo sus sobresaltos, un par de accidentes afortunadamente sin consecuencias, y se batió otro récord:15 corredores llegaron a liderar la carrera, incluyendo a Alonso, que tomó las primeras posiciones desde muy al principio. Al final una avería acabó con sus aspiraciones. De comprensible mal humor, abandonó los boxes seguido de una nube de reporteros y de un servidor que se había colado con un carné de la biblioteca de El Palo, sin que hiciera declaraciones. La carrera es durísima. De los 33 coches que empezaron, sólo 19 cruzaron la meta final. Takuma Sato se alzó con el título, y me acordé de mi compañero de autobús, que había apostado por él. Al pobre Sato le echaron leche por encima, besó los adoquines con su equipo una y otra llevando numerosas gorras de diversos patrocinadores y se dejó hacer y llevar porque iba visiblemente en una nube. En su inglés macarrónico agradeció a todo el mundo su apoyo, su cariño, sus aplausos; habló de lo mucho que necesitaba Japón esta inyección de entusiasmo tan necesaria después del tsunami de hace unos años, y dijo lo que todos esperaban oír: «No me lo puedo creer, he ganado la mejor carrera del mundo».
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