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JOAQUÍN MARÍN D.
Jueves, 30 de marzo 2017, 00:56
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Hay una distancia cortísima entre el fútbol que se disfruta y el que se sufre. Entre el juego puro y el que te avergüenza. Las peleas de padres en partidos de chavales como el de Mallorca te despiertan el rechazo frontal a un deporte que amas pero que saca, cada vez con más frecuencia, una cara diabólica, nauseabunda. Las declaraciones de millonarios como Piqué que viven en su mundo irreal y que se quejan de los árbitros, o disculpan a sus compañeros delincuentes fiscales. O lo que es peor, periodistas sin cabeza en 'late shows' que alimentan con gasolina un fuego cuyas chispas prenden la política, los sentimientos de uno u otro pueblo, el enfrentamiento entre personas que se acercan a esto sólo porque les apasiona la remota posibilidad de ver un regate genial, un pase milimétrico o una jugada inverosímil. Tan lejos ha llegado la podredumbre que hasta ha contaminado el reducto de los niños, ese santuario en el que sólo debería importar el espíritu de equipo o el éxtasis colectivo tras la consecución de un gol. La irresponsabilidad de muchos directivos, presidentes, entrenadores, jugadores profesionales y periodistas a la hora de abrir la boca y pedir más carnaza aledaña al fútbol puede alejar de este espectáculo a muchas personas que hasta hace bien poco no concibían un domingo sin partido, sin nervios, sin miedo, sin euforia. Hasta se duda en transmitir la afición a los más pequeños, quienes seguramente estarán más protegidos y mejor formados en deportes como el baloncesto o el tenis que en esta olla a presión donde todo se puede justificar, hasta la violencia. Por eso, cuando ves a tu pequeño aprendiendo a regatear cada vez mejor, imitando celebraciones y quedándose ronco cantando un gol, temes estar cometiendo un error.
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