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La angustia adolescente y los peligros de las comunicaciones móviles son dos de los temas que aborda la serie.
'Por trece razones': todos matamos a Hannah Baker

'Por trece razones': todos matamos a Hannah Baker

La nueva producción de Netflix adapta el libro de Jay Asher, una historia sobre el acoso a partir del suicidio de una adolescente

miguel ángel oeste

Lunes, 10 de abril 2017, 02:07

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Uno. «Nos han convertido en una sociedad de acosadores: Facebook, Twitter, Instagram», escucha Clay Jensen (Dylan Minnette) de una de las cintas de casete Maxwell que dejó grabada Hannah Baker (Katherine Langford) para contar los motivos de su suicidio. Para contar su verdad y su estado de ánimo a medida que entraba en barrena en esa selva darwiniana que es el instituto. Una de las primeras imágenes de Por trece razones es un selfie que se hacen dos chicas sonrientes delante de la taquilla de la difunta decorada con flores, tarjetas y una foto de ella. En otro momento, Justin Foley (Brandon Flynn) enseña una foto de Hannah bajando por un tobogán en el que se ven sus bragas y eso sirve, una vez que envían la foto a todos los amigos y amigas, para difundir toda clase de rumores que se convierten de inmediato en una certeza. El mundo de la inmediatez con los teléfonos móviles y las redes sociales como un modelo pernicioso donde la imagen es manipulada de un lado y de otro, donde la verdad y la mentira se anulan y entra la ficción de lo que verdaderamente ocurrió, pero como una forma de reivindicarse a costa del otro. Una letrina. Una cloaca. Estos tres momentos definen esta teleserie interesante pero también redundante.

Dos. Creada por Brian Yorkey a partir del libro homónimo de Jay Asher, habla de acoso escolar y, sobre todo, de la angustia adolescente, de sus miedos y flaquezas, de la culpa y el dolor, de las humillaciones y la necesidad de pertenencia a un grupo, del viscoso concepto de amistad, de la distancia entre géneros y entre la sensibilidad y deseos del mundo juvenil y adulto. Producida por Selena Gómez y también por Tom McCarthy (Spotlight, The Visitor) que dirige además los dos primeros episodios, la serie tiene un estilo de cine indie, tendencia al naturalismo y una puesta en escena que combina recursos clásicos con otros modernos cercanos a la nouvelle vague. De hecho, en su forma y en los elementos que utiliza está por encima de muchas series. Mantiene el tono y el ritmo, sabe jugar en dos planos con solvencia, con recursos de los géneros de suspense, melodrama y romántico.

Tres. Cada capítulo se corresponde con la cara de una de las cintas de casete que Hannah Baker grabó antes de suicidarse contando sus razones para su trágica decisión. En cada una de las caras de las cintas narra la relación de la suicida con uno de sus amigos/as, explicando las causas de cómo su mundo se fue descomponiendo, quebrándose hasta joderle, hasta que lo cotidiano se convierte en un estado permanente de alerta y terror, de desasosiego.

Cuatro. Por trece razones registra los protocolos de las relaciones entre chicos y chicas, indaga en los egos y comportamientos malignos de manera real. Pero también se repite, sustentándose en su forma redundante, en la estructura y funcionamiento análogo de cada episodio, lo que termina por resultar contraproducente. Está bien realizada, la cosa funciona porque la ficción es hábil en el modo de articular sus materiales. Y, sin embargo, el juego de las cintas en las que Hannah traza esa especie de venganza se antoja por momentos ingenua.

Cinco. En cambio, si el uso de las cintas de casete en sí puede resultar anacrónico, no lo es. Al contrario, cobra todo su sentido. Por un lado, se amolda a la personalidad de un personaje como el de Hannah Baker; por otro lado, establece el espejo y la crítica con la comunicación actual, con la sociedad que se ha construido desde las nuevas tecnologías y el uso que se hace de ellas. Y pese a que esté bien ejecutado, los comportamientos de los jóvenes no siempre se corresponden con la lógica que plantea.

Seis. Al margen de las lagunas de la serie. De que pueda estar estirada, de que la información se dé a cuenta gotas y de que a media que avanza los recursos y las idas y vueltas se repitan, la química entre Dylan Minnette y Katherine Langford es innegable. Esta última trasmite empatía, su sonrisa se vuelca de melancolía, sus ojos se encuentran entre el abismo y el genio, su sensibilidad y confianza son devoradas mordisco a mordisco por las relaciones que entabla y por unas medidas de necesidad.

Siete. Al igual que funciona este pareja, otros de los personajes que pueblan la teleserie se definen por líneas más gruesas. Tampoco el mundo de los adultos encuentra siempre el acomodo lejos de los temas y sentimientos que quiere exponer. El dolor de los padres de Hannah al que se le añade el conflicto del negocio familiar ante el establecimiento de un centro comercial se entiende pero no está bien imbricado en la trama. Tampoco el de la demanda al instituto.

Ocho. Dos de las cosas que la teleserie hace con naturalidad y se configura como estilo de la misma es el tratamiento de las canciones elegidas nada arbitrarias que se fusionan con la puesta en escena y con el trasvase temporal, es decir, con el tiempo presente, las representaciones de Clay a causa de las escuchas de las cintas y sus construcciones mentales de lo que podía haber sido y ya no será. El otro recurso de estilo es el paso del presente al pasado con un movimiento de cámara natural en el mismo plano.

Nueve. Por trece razones tiene ecos cercanos o lejanos a películas que retratan a adolescentes raros (así se definen en la serie Hannah y Clay) como Las ventajas de ser un marginado, Me and Earl and the Dying Girl o series como Es mi vida. Pero en todas late esa máxima, por desgracia no rara, de lo que piensa la gente de los otros. Y en esta además lo que piensa la gente importa más que la vida de una joven.

Diez. Sin pretenderlo, esta teleserie puede tener un sentido pedagógico. O como mínimo de espejo. Una historia vinculada a los jóvenes que debe conectar con ellos, para lo que se sirve de misterios y secretos, pero en las antípodas de una serie naif y que abraza la impostura como es Riverdale.

Once. Además de la repetición en fondo y forma de Por trece razones y de la esquematización de la brecha entre adultos y adolescentes, la otra debilidad que podríamos encontrar (también ingenua y hasta poco creíble) es que Clay tarde tanto en escuchar las cintas cuando el resto ya lo ha hecho. Esto que es un recurso incide en la propia y poco eficaz redundancia de la serie.

Doce. Aunque usa trucos para mantener al espectador sujeto a la trama concéntrica, quizá donde se mueve mejor es en la historia romántica de Clay y Hannah. Una historia de amor inconclusa. Una historia de energía contenida y química aplastante por el trabajo de los dos actores: Katherine Langford y Dylan Minnette.

Trece. «He oído tantas historias sobre mí que no sé cuál es la más popular, pero sé cual es la menos popular, la verdad», graba Hannah en la primera de sus cintas. Ese es el camino que toma Clay. El de desentrañar esos secretos que esconden violencia y dolor.

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