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La gran belleza (infeliz)

MIKEL LABASTIDA

Domingo, 4 de diciembre 2016, 00:58

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El último capítulo de la primera temporada de 'Mad Men' incluye una secuencia antológica con la que se podría explicar toda la serie y cuyo visionado es razón suficiente para seguir esta producción. Se desarrolla en el escenario principal de esta ficción que emitió AMC, la agencia de publicidad ubicada en la neoyorquina avenida Madison, y tiene como protagonista a Don Draper, el creativo más brillante de la empresa. Este se dispone en la sala de reuniones a exponer la campaña publicitaria que han diseñado para un artilugio que pretende lanzar al mercado la marca fotográfica Kodak. Se trata de una especie de carrusel que permite la proyección ininterrumpida de diapositivas frente a los carritos rectos que imperaban hasta entonces.

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Si algo define al personaje de Draper es su hermetismo. Es complicado saber lo que piensa, lo que siente, lo que sufre. Se camufla tras una máscara de hombre perfecto: indudablemente atractivo, seductor y con éxito en su trabajo. Y pese a estas características no consigue ser feliz. No logra conciliarse consigo mismo ni con los que le rodean. Está acostumbrado a huir de todos los lugares y no es capaz de disfrutar de nada de lo que se le pone por delante.

En su fachada gélida, impoluta, masculina es imposible vislumbrar una grieta. Por eso sorprende cuando en la escena que describimos se emociona a la hora de exponer al cliente la idea con la que pretende apropiarse de la campaña. El ejecutivo utiliza el aparato para mostrar una secuencia de fotografías en las que se le ve a él junto a su mujer e hijos y lo presenta como un artilugio evocador, nostálgico, que nos lleva al «lugar donde nos duele ir de nuevo». Los asistentes a la reunión contemplan una sucesión de imágenes de lo que parece una familia dichosa, unida, perfecta.

Los espectadores saben en realidad que no lo son. Que aunque cualquiera seguramente envidiaría a los Draper, no es un clan que conviva con armonía y en el que se hagan felices los unos a los otros. Porque Don todo lo que toca lo daña. No tiene habilidad para manipular artículos frágiles. Todos los que maneja se le caen y se rompen. Como Betty, su mujer. O Rachel, Midge, Doris, Sylvia, algunas de sus amantes. O sus hijos. O sus secretarias. En los capítulos anteriores hemos visto que su matrimonio se iba erosionando y que el personaje se tenía que enfrentar a los fantasmas del pasado (que lo atormentan) por medio de su hermano. Ambos temas fueron una constante en esta ficción.

El arte de vender

Draper es capaz de vender cualquier cosa de una manera prodigiosa. De algo le sirve su facilidad para mentir. «Teddy me dijo que en griego 'nostalgia' significa literalmente el dolor de una vieja herida. Te golpea el corazón mucho más fuerte que únicamente el recuerdo. Este aparato no es una nave espacial. Es una máquina del tiempo. Va hacia atrás, hacía adelante. Nos lleva al lugar donde nos duele ir de nuevo, al lugar donde sabemos que nos aman», expone para vender la máquina Kodak, en un discurso que consigue conmover a los que lo escuchan, que explica la forma de ver el mundo en los años 60 -en los que se emplaza la serie- y detrás del cual el espectador trata de entender al complejo protagonista de esta trama.

Así sucedía todo en 'Mad Men'. Todo venía envuelto en varias capas, y propiciaba distintas y complementarias lecturas. Cuando parecía que narraba una historia, en realidad alternaba varios relatos. Quien se atreva a asegurar que nunca ocurría nada es que no se detuvo a analizar lo que se presentaba en la pantalla.

Y 'Mad Men' fue, durante sus siete temporadas, una invitación al detenimiento, a la contemplación, a la reflexión, al deleite estético. La producción creada por Matthew Weiner reinterpretó el modo de repasar la historia, reivindicó el papel de la mujer moderna, puso en cuestión el sueño americano. Y además de todo esto tuvo una incidencia (en la moda, en las tendencias, en el cine) como ningún fenómeno cultural había logrado desde hacía años. Y sorprende porque sus datos de audiencia fueron bajos. Pero su impecable factura, su cuidada estética y su exquisita narrativa dejaron un poso indiscutible.

Weiner había sido guionista de otros títulos y presentó este proyecto a HBO, que no mostró ningún interés por él. Finalmente recaló en AMC, que hasta entonces emitía sólo filmes antiguos. Quería un producto potente para darse a conocer y meter cabeza en el competitivo mercado audiovisual. Y se topó de pronto con una de las grandes series del siglo XXI y de todos los tiempos.

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