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Viernes, 12 de enero 2018, 00:27
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Si alguien todavía tiene dudas de los motivos que han llevado a la malagueña Rocío Molina a ser considerada la número uno del baile y quizás el nombre más representativo del flamenco actual sólo tenía que acercarse anoche al Teatro Cervantes, donde la bailaora regaló otra exhibición de talento y de inteligencia y unas dotes físicas que van mucho más allá del mero virtuosismo. Molina ya advirtió que ‘Caída del cielo’, su último espectáculo creado junto al dramaturgo Carlos Marquerie y con la colaboración de la bailarina Elena Córdoba, sería su obra más dura, más física y más personal. Por decirlo con sus propias palabras, ha hecho lo que le ha salido de los ovarios y con ellos no deja de taconear, quebrar su torso hasta lo indecible, tirarse al suelo, lamerlo y bailar hasta estremecerse con una espalda en la que parece que ya no quedan huesos, sólo músculo.
‘Caída del cielo’ es una obra provocadora, sexual y radical desde la feminidad que parte del silencio y de la oscuridad, como saliendo de un vientre maternal desde el que surge ella vestida blanco. Tras el escenario una enorme pantalla proyecta la luna que irá cambiando de color hasta el rojo cuando el espectáculo se vuelve más intenso. En esta obra la desnudez se muestra de forma literal y los cambios de vestuario se convierten en una ceremonia que se repite durante los 100 minutos largos de baile en los que apenas hay descanso. La rumba y la rave tienen nombre de mujer, y el cuadro de cuatro músicos, encabezados por la afinadísima voz de José Ángel Carmona, van vestidos con chándal y funcionan como elementos opresores de lo femenino.
Ella empieza con una enorme bata de cola, rompe con la verticalidad del baile tirada en el suelo, se pone una bata de trazos orientales con otra muestra de que su arte tiene influencias de teatro japonés o coge un palo de madera que utiliza para marcar más el ritmo, como juguete fálico o para frotarse su sexo como cuando las magas ‘volaban’ con escobas que estaban empapadas de psicodelia.
En el repertorio y con una instrumentación versátil que toca guitarras de rock, baterías, percusiones graves, distorsiones y cuadro flamenco tradicional, se mezclan elementos electroacústicos con seguiriyas, cañas, fandangos o tangos, el viaje hacia el interior de lo femenino en el que suenan Camarón, el Omega de Morente y Lagartija Nick y o un finiquito fiestero con Triana, disolviendo y difuminando las fronteras del baile entendido en su totalidad para crear un espectáculo único en el que incorpora aspectos como el sentido del humor, como esa secuencia en la que los cuatro músicos, cuatro hombres, abren unas bolsas de patatas que se le niegan a ella, y en la que encuentra un cinturón de castidad como de ‘bondage’ y sumisión con el que ella baila sacudiéndose el folklore y abrazando la modernidad. La intención de provocar no se disimula.
En otro de los momentos más emocionantes, Molina se pone una falda de plástico que se va empapando de tinte rojo mientras en la pantalla se ve un ‘streaming’ desde el techo con un ligero retardo. Al final, después de arrastrase por el suelo sin perder la compostura, todo el tablao queda empapado de sangre. Pocas veces se ha hablado de la menstruación desde el flamenco con semejante rotundidad. Molina, que ya ni es ella sino su personaje, se pone unas rodilleras con las que tirarse con fuerza contra el tablao, mezcla de manera sobresaliente el baile con la danza contemporánea y movimientos más propios de un concierto de rock o de una fiesta de tecno hasta que ya no sabes de dónde viene lo que ella baila.
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