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Juan Marsé, en su despacho con el coche que montó para su nieto.
«De niño, entraba en las casas de los vecinos a escuchar historias»

«De niño, entraba en las casas de los vecinos a escuchar historias»

«Si he pagado un precio por ser independiente, ha estado bien». Convertido ya en un clásico, Juan Marsé repasa su vida, desde el día que su padre le dio en adopción, sin nostalgia

césar coca

Domingo, 8 de febrero 2015, 01:23

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Las fotografías de actrices del Hollywood de oro se mezclan con libros, discos y juguetes, cubriendo todas las paredes o elevándose sobre el suelo en torres de estabilidad precaria. Ahí están Rita Hayworth y Greta Garbo compartiendo espacio con Patrick Modiano e Ignacio Vidal-Folch, junto a un gran Citroën 'dos caballos' que montó para su nieto pero ha decidido quedárselo. Un gato dormita dentro de una caja de cartón y Juan Marsé (Barcelona, 1933) esboza una sonrisa que suaviza el aire severo que le da la barba recortada, ya blanca, que luce de un tiempo a esta parte. «No tiro nada. Ya lo tirarán», dice como para disculparse por esa acumulación de lecturas, iconos y recuerdos de toda una vida. Aquí, en su despacho, entre esos libros, sigue viviendo el niño que se bañaba desnudo en las charcas, el adolescente que soñó con ser pianista, el actor aficionado que siempre supo que las superproducciones no eran para él y el creador del Pijoaparte, uno de los personajes mayores de la literatura en español de las últimas décadas. Juan Marsé es sincero, directo e insobornable. Pocos escritores de hoy, quizá ninguno, suscitan un respeto tan unánime.

En la escena que da título a su último libro ('Noticias felices en aviones de papel', Ed. Lumen) una mujer arroja desde el balcón aeroplanos hechos con páginas de periódico que contienen buenas noticias. ¿La esperanza es su estado de ánimo actual?

Mi relación con la vida es normal. En lo concreto, miro con desesperación cosas de la actualidad, de la marcha del país, pero desde un punto de vista general estamos mejor. En la infancia no era consciente, nadie lo es, de los problemas cotidianos. El tiempo está parado y crees que va a ser siempre así. No tienes una visión del mundo. Visto desde hoy, me tocó vivir en esos años lo más duro del franquismo. Comparando con aquello estamos mucho mejor, claro.

Sus orígenes son dickensianos. La madre que muere en el parto y el padre que entrega al niño a una pareja que no podía tener hijos. ¿Ha marcado eso su vida y su literatura?

No hubo ningún trauma, pero creo que mi relación poco afectiva con la identidad está relacionada con ese aspecto de mi vida. En realidad, mi interés por mi origen es reciente, viene de una biografía que están preparando. Hasta ahora nunca había estado muy preocupado por mis raíces.

¿Cuándo supo que era un niño adoptado?

Lo supe a los 10 años, pero mi madre me lo contó como una historia novelesca para evitarme el trauma. Es ese episodio de la pareja entristecida que entra en el taxi conducido por un hombre cuya mujer ha muerto en el parto y tiene a su cargo un bebé de unos días. El taxista oye la conversación y entonces les propone darles a su hijo.

El taxista que era su padre biológico.

Sí. Parece que no fue exactamente como me lo contaron, pero me da igual. En los últimos tiempos vengo diciendo que mis ancestros eran de origen chino...

¿Nunca indagó sobre su origen?

Como le decía, me incordiaba la cuestión identitaria, entre otras cosas porque pensaba que, si comenzaba a indagar, mis padres adoptivos se podían molestar. Pero un día, al salir de la joyería en la que trabajaba, yo tendría unos 14 años, me esperaba una muchacha como de 17, muy guapa, que me dijo que era mi prima. Su padre era hermano de mi madre.

¿Yasí conoció a sus tíos y primos?

Fui a verlos y conocí a mis tíos, que me contaron cosas de la familia. Pero eran extraños para mí. Nunca he entendido muy bien eso de la llamada de la sangre.

Con su padre apenas tuvo relación.

Solo lo vi dos veces desde que me entregó a mis padres adoptivos. Una fue en mi Primera Comunión, y la otra en la boda de mi hermana biológica, que es cinco años mayor que yo y aún vive.

Su padre adoptivo estuvo varias veces en la cárcel. ¿Se lo contaban en casa o le decían que estaba de viaje como a otros niños?

Sí, estuvo en la cárcel por rojo separatista. En casa lo sabíamos todos.

Un padre ausente, un adolescente con problemas de integración... son figuras clásicas en sus novelas. ¿Influencia de su propia vida?

Supongo que sí, pero no estoy seguro. La raíz de muchos asuntos literarios y su relación con la biografía propia es algo complejo. Incluso cuando más se inventa hay una conexión con hechos vividos. Pero hoy se pone tanto énfasis en lo real, que casi me inclino por el lado contrario. Lo que más vale literariamente es lo inventado.

El refugio de los sueños

Lo vivido fueron unos veranos felices en un pueblo de Tarragona y unos inviernos grises y tristes en Barcelona. Cada mes de julio, cuando ya habían acabado las clases, Juanito, como lo llamaban, se desplazaba al paraíso. Un edén en el que los amigos -uno de ellos, recuerda con todo detalle, era el abuelo de Marc Bartra, el defensa del Barça- se bañaban en charcas, robaban fruta, jugaban al fútbol con balones hechos con trapos y tomaban el sol en los largos días del verano. Cuando el calendario lo expulsaba del paraíso, el muchachito volvía a su barrio de Barcelona, donde nada era igual. «Aquí todo resultaba sórdido». Los únicos refugios en los que evadirse eran el cine y la música. Ahí estaban sus primeros sueños.

Recibió algunas clases de piano. ¿Llegó a imaginarse como un gran concertista actuando en el Carnegie Hall y otras salas célebres?

No lo recuerdo, pero es probable que fuera así. Desgraciadamente, las clases de música duraron muy poco. Llegué a tocar el 'Vals de las Olas' y poco más.

¿Y en el cine?¿Se imaginaba convertido en otro Cary Grant o Clark Gable?

No, porque tenía un sentido bastante realista de mi imagen. En cambio, como también me interesó mucho el teatro, estuve en varios grupos aficionados. Allí hice mis pinitos como actor, pero sin pretensiones de llegar a Hollywood. Había muchos grupos entonces; hasta en las parroquias existían cuadros escénicos.

¿Qué significaban para un adolescente de esos años las salas oscuras con olor a ambientador barato, las viejas películas en blanco y negro, las aventuras y las historias de amor?

Era una ventana al mundo. Tuve la suerte de vivir una época muy buena del cine de género, con grandes películas de terror, comedias, melodramas... No existía la televisión, afortunadamente, y el cine era muy importante en nuestras vidas.

A los 13 años empezó a trabajar en una joyería, como repartidor. ¿Qué pensaba cuando llegaba a una casa de la burguesía y contemplaba el lujo que allí había?

No tenía entonces una conciencia social crítica. Era un trabajo, me lo pagaban y al tiempo aprendía un oficio. Lo de repartidor duró dos años, luego ya estuve en el taller. Pero, como le decía, carecía de una visión del mundo y de ganas de tenerla. Tampoco la tengo ahora como novelista, ni entiendo eso de la novela total. Lo de entonces era ir sobreviviendo pese a las dificultades de orden familiar y social. Solo fui al colegio hasta los 13 años.

¿Cómo nació su afición por la escritura?

Es un misterio. Tenía un gusto por la lectura que tampoco se explica porque en casa había pocos libros, casi todos en catalán. También era muy curioso, hasta el extremo de que entraba en las casas de los vecinos y me plantaba allí a escuchar las historias que contaban. Y luego estaba el cine, claro.

Años después, en París, trabajó en el Instituto Pasteur. ¿Cómo llegó hasta allí?

Fui al Pasteur a pedir trabajo porque me lo recomendó un matrimonio de Gerona que conocíamos. Estaba en París dispuesto a trabajar en lo que fuera. Durante unos meses, había dado clases de español, o quizá sería más exacto decir, de conversación en español, a cuatro o cinco muchachas francesas. Una de ellas era hija del pianista Robert Casadesus, descendiente de catalanes. Se llamaba Teresa y está en el origen de Últimas tardes con Teresa. Cuando se acabó ese trabajo me fui al Pasteur.

Trabajó con Monod, que sería premio Nobel, conoció a Semprún e ingresó en el Partido Comunista.

Monod pertenecía al Partido Comunista Francés, pero estaba completamente centrado en su trabajo. Él no tenía ninguna relación con Semprún, a quien yo conocí después de apuntarme al Partido. Daba allí unas clases de política internacional que eran un verdadero rollo, aburridísimas. Yo seguí yendo porque una de las chicas que asistían a las mismas me gustaba mucho.

Su experiencia en el PCE no fue muy satisfactoria.

Es que creo que no hice nada. Ni me di de baja; supongo que me darían ellos. Una vez me pidieron que llevara unos documentos en un tubo de pasta dentífrica, algo como muy de espías. No lo hice. En realidad, tampoco entendí nunca lo que decían y pensaban sobre lo que sucedía en España.

¿Por qué?

Creían que la situación estaba a punto de estallar y yo les contaba que mi experiencia no era esa: que lo que la gente quería era un reloj, una gabardina, un '600'. Además, ya empezaba a estar muy interesado en la literatura así que enseguida me alejé de todo aquello

El éxito

En aquellos años parisinos conoció a Yves Montand y a otros personajes célebres de la izquierda y el espectáculo. También a Paco Rabal y Roberto Bodegas. Trabajó con ambos, porque le encargaron la traducción de varios guiones y algunos diálogos para Matías Sandorf, un filme en el que intervenía el actor murciano. «Por esos trabajos dejé el Pasteur. Pero yo lo que quería era venirme porque deseaba terminar 'Últimas tardes con Teresa'». Para concluir esa novela que lo puso directamente en la Historia de la Literatura española regresó a Barcelona. Eran los tiempos de la Gauche Divine.

¿Cómo se relacionó con sus miembros?

Al principio, me recibieron como una cosa bastante rarilla. Todos procedían de la burguesía, salvo Montalbán, pero él había estudiado en la Universidad y yo no. Cuando caigo en Seix Barral, en 1960, me toman por un escritor obrero y esperan que escriba sobre eso. Castellet me consiguió una beca y me enviaron a París a que me ilustrara un poco. Pero eso fue todo, no hubo ningún problema con ellos.

También ejerció el periodismo en Bocaccio y Por favor. ¿Qué recuerdo tiene de esos años?

Necesitaba encontrar algo aquí, algún trabajo. Eran ocupaciones de media jornada que me iban muy bien. En 'Por favor' entré de jefe de Redacción: encargaba cosas, editaba, pero no quería escribir. Fue el Perich quien me insistió en que hiciera algo, aunque fuera cada dos o tres meses. Así empecé con aquellos retratos de personajes y acabé muy interesado.

Con los éxitos de 'Si te dicen que caí' y el Planeta ya fue una figura indiscutible. Pero ha confesado que no mucho antes, cuando empezó a escribir, lo primero que hizo fue comprarse una gramática para saber dónde se ponen las haches.

Es así. Fui al colegio solo hasta los 13 años y además no aprendí nada. El colegio se llamaba Divino Maestro, no hay que decir más. Mi profesor, que era un carca medio pirado, nos hacía pasar el rosario cada día. Nadie me estimuló para el estudio. Cuando mi madre me dijo un día que tenía que ponerme a trabajar me dio una tremenda alegría. Mi preparación era precaria. Por eso compré una gramática: me daba vergüenza presentar originales con faltas de ortografía.

Junto al éxito llegaron los problemas de salud, incluida una operación de corazón. ¿Tuvo miedo?

No, porque me dijeron que era una cosa de no mucho riesgo.

Rebeldía y disfrute

El escritor se detiene en contar un episodio de su vida que en su momento vivió con temor -«fue la ocasión en que lo he sentido con más claridad»-, pero visto ahora es un esperpento. Todo empezó por una huelga que escritores, artistas e intelectuales apoyaron con un manifiesto y un encierro. La Policía entró en el local y detuvo a unos cuantos, entre ellos Marsé. Ya de madrugada, un agente lo llevó a su despacho para interrogarlo. «En ese momento yo estaba verdaderamente inquieto». El escritor sabía cómo podía terminar aquello. «Cuando ya llevábamos un rato, se dio cuenta de que había puesto el papel carbón al revés y no estaba haciendo copia alguna. Vi su cara de cansancio y enfado y eso casi me reconcilió con aquel poli, que debía de estar hasta los huevos después de tantas horas de trabajo». Luego trasladaron a los encerrados al hospital. «Lidia Falcón, que era la organizadora de todo, se había empeñado en que estábamos mal, así que organizó un cisco con los médicos. A consecuencia de aquello nos metieron unos pinchazos que a mí me dejaron muy dolorido. Creo que fue lo peor».

Lidia había prohibido que nos trajeran comida de fuera, pero a un chico su madre le llevó un bocadillo. Ella lo vio y se lo tiró por la ventana. Cayó sobre una repisa, abierto y mostrando el jamón, y todos lo mirábamos... También había dicho a unas chicas que cuando entrara la Policía se dejaran caer al suelo simulando que se desmayaban de debilidad. Lo hicieron, pero tan mal que los policías se burlaban al verlo.

Protestaban, pero tampoco lo pasaban mal...

Fue muy estimulante, nos divertimos mucho, aunque yo era muy escéptico en cuanto al resultado. De joven, siempre combinas la rebeldía con pasártelo bien.

Ahora su hija Berta es también escritora. ¿Le da consejos de algún tipo, literarios o sobre cómo relacionarse con las editoriales?

Le aconsejé que fuera a ver a los editores que conozco:Herralde, Moura, la gente de Lumen... Consejos literarios solo le he dado dos o tres: lee mucho, rompe mucho, trabaja. Me trae los originales cuando ya ha acabado. Le aconsejo que no los haga circular demasiado, que no necesite más aprobación que la de sí misma.

Qué noticias positivas desearía ver?

Trato de ser realista. No soy un estadista, no tengo la solución para muchos problemas ni es mi trabajo. Me gusta buscar algún tipo de belleza con relatos de cosas que le pasan a la gente corriente. No tengo una visión general del mundo.

Está escribiendo otra novela.

Sí, llevo unas cien páginas, pero me queda mucha tarea. Me gusta más corregir; a veces he dicho debroma que me gustaría que mis novelas las escribieran otros y que ya las corregiría yo luego.

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