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Imagen de Montmartre a principios del siglo pasado.
La montaña mágica de Picasso

La montaña mágica de Picasso

La Casa Natal edita un libro sobre el paso del malagueño por el bohemio Montmartre

Antonio Javier López

Miércoles, 16 de julio 2014, 01:24

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Renoir olvidó en un desván 40 cuadros y cuando el casero le comunicó el hallazgo, respondió: ¿Ah, si?. Cézanne colgó una de sus telas en la copa de un árbol durante seis meses para ir a verla cada cierto tiempo y era habitual regalar las pinturas a taberneros y policías a cambio de vino, pan y favores. «Se vivía como se pintaba, al límite de las cosas», resume José Luis Rodríguez de la Flor, autor de La certeza inmóvil. El Montmartre que vio Picasso, el libro editado por la Fundación Picasso-Museo Casa Natal como epílogo enjundioso de la exposición homónima ofrecida por la entidad municipal entre junio y octubre del año pasado.

El volumen toma el pulso a una época fecunda y crucial en la biografía y la trayectoria artística del autor malagueño. Una colina en un barrio patibulario, entonces a las afueras de París. La montaña mágica de Picasso, parafraseando la célebre novela de Thomas Mann, el lugar donde habían vivido sus amigos catalanes Rusiñol y Casas, el cerro donde se juntaron por azar o destino Moreau, Monet, Van Gogh, Cézanne, Sisley, Toulouse-Lautrec... «Picasso comprendió la naturaleza simbólica y mística del sitio que ocupaba y la unión que allí se daba entre contrapuestos como lo espiritual y lo humano», avanza el autor del estudio.

El propio Rodríguez explica: «La colina dejó de ser una más ya en el Imperio Romano, cuando se anunció como una colina destinada a la gloria y a la debilidad. El emperador Juliano unió el entorno físico con el divino y señaló que allí los humanos encontrarían el conocimiento y la sabiduría». Así que, para el autor de La certeza inmóvil... hasta Montmartre llegaron Picasso y sus compañeros de aventura artística no sólo atraídos por los precios bajos de los alquileres de sus míseros estudios, sino llevados también por una suerte de fuerza atávica.

Como recuerda Rodríguez en el libro realizado con la colaboración de Beatriz Trueba y el apoyo de Cajamar, allí «Picasso quema carpetas llenas de dibujos y apuntes para calentar el taller abandonado por (Isidro) Nonell». Allí, en el 49 de la rue Gabrielle, se instala Picasso en el otoño de 1900 durante su primera estancia en Montmartre.

La vida y el arte, al límite

Nonell no aguantaría la presión de la miseria y del ritmo frenético de la vida bohemia. Tampoco Carles Casagemas, el amigo más cercano a Picasso en aquellos años, que se quitaría la vida por un desengaño amoroso en el hotel LHippodrome, donde él y Picasso habían dormido la primera noche que llegaron a París. Vivir, pintar, siempre al límite en un lugar del que dirían: «A los barrios de París se va o se viene, de Montmartre se entra o se sale».

Picasso volvería a España para regresar a Montmartre en 1904. Entonces se instaló en un lóbrego edificio en la recoleta plaza de Ravignan. Él mismo admitió que aquella decisión fue «un auténtico salto al vacío». Al final no le esperaba el suelo, sino la gloria.

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