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Sr. García .
El árbol

El árbol

Cruce de vías ·

De repente ha desaparecido la que era mi visión favorita desde que habito esta casa. Me siento solo y triste en medio del paisaje vacío

José Antonio Garriga Vela y Sr. García .

Sábado, 23 de junio 2018, 00:16

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Esta tarde he enterrado el árbol. Después de años de convivencia, ayer murió. Quizá fue anteayer, no lo sé, el corazón de los árboles no late como el de otros seres vivos. Ni siquiera sé si tienen corazón. La semana pasada lo atacó un extraño virus y enseguida comenzó a perder ramas hasta que se quedó seco, desnudo, como un esqueleto. Los árboles mueren en silencio. No me parece justo que nos haya abandonado precisamente en primavera, cuando se sentía más feliz. Hoy al mediodía lo he sacado de la tierra para enterrarlo. Lo podría haber dejado donde ha estado siempre, pero no soporto tener la muerte presente todos los días de mi vida.

Los gorriones me han visto desde el tejado arrancar el árbol con sus raíces, cargarlo al hombro y caminar despacio hasta el depósito de cadáveres. Los pájaros no cesaban de piar, ignoro lo que decían, supongo que se lamentaban. El árbol, los pájaros y yo hemos aprendido a llorar sin lágrimas. A partir de mañana, los gorriones tendrán que buscar otro sitio para posarse por la mañana temprano. Yo los miraba desde la cama, los veía asearse como cualquier persona que va al trabajo, picoteaban las ramas y luego se marchaban volando. Así todas las mañanas, después volvían a refugiarse en el árbol.

Yo también lo voy a echar de menos. Abrazaba su tronco, acariciaba las ramas, me sentaba a su sombra y le decía que a quien buen árbol se arrima buena sombra le cobija. Entonces lo escuchaba sonreír. Siempre callado, tranquilo, delicado. No me importaba que no diera frutos, me ofrecía sombra y compañía. Poseía una belleza elegante, poderosa y a la vez calmada. Me agradaba contemplarlo, cada vez que lo mirada descubría algo nuevo. Al llegar el verano estaba pendiente de que no sufriera ninguna insolación y cuando me iba de viaje le encargaba a alguien cercano que lo cuidara. Jamás me hubiera perdonado que el árbol se sintiera solo. No me olvidaba de él aunque estuviera en las antípodas, lo llamaba en silencio, le transmitía cariño y al regresar a casa, antes incluso de abrir la puerta, iba a saludarlo y le daba agua.

Cae la noche. Me asomo a la ventana y diviso el horizonte sin la silueta del árbol. De repente ha desaparecido la que era mi visión favorita desde que habito esta casa. Me siento solo y triste en medio del paisaje vacío. No sé el destino de los árboles muertos, ¿adónde he de mirar cuando hable con él?, ¿al cielo o la tierra? Tampoco sé lo que pensaba, ni en quién o qué creía. Quizá simplemente vegetaba. Ahora descubro lo poco que lo conocía después de tantos años juntos.

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