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juan francisco rueda
Sábado, 27 de mayo 2017, 00:19
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Hacía casi una década que Joaquín Ivars (Málaga, 1960) no exponía en su ciudad natal. Concretamente desde que presentó, en 2008 en el Centro Cultural Provincial, Intertopías. Vivir, pensar, en los huecos, muestra exclusivamente de vídeo que le permitió una mayor implicación sociopolítica. La exposición que ahora nos ocupa sucede a otra, Impasse. Espectáculos de la frustración, que, durante el pasado mes de marzo, se mostró en la sala de exposiciones en Málaga (antigua Sala Italcable) de la Universidad Internacional de Andalucía (UNIA). En ésta se incluían tres instalaciones su dispositivo de exhibición predilecto que abarcaban un periodo de casi 20 años de trabajo, desde 1998 (Ladder of mirror) a 2017 (Show-Pendulum), pasando por 2006 (Europes swing). Esta doble entrega ha supuesto la vuelta expositiva a Málaga de un artista que durante los noventa se significó en el escenario local por representar posicionamientos que diferían de los mayoritarios.
Estas exposiciones, además, nos traen reformuladas algunas de las preocupaciones que dominaban aquel primer Ivars. Para alguien, como el que esto escribe, que creció con los intersticios y las líneas discontinuas o pespunteadas como elementos identificables de su trabajo, la muestra del Rectorado, con sus decenas de fotografías cual instalación fotográfica, le transmite cierta noción de familiaridad. Otro asunto medular que volvemos a percibir es el de la resistencia a la vista como hegemónica fuente cognitiva. El ver y no ver y la enunciación de una metafórica ceguera (dificultar la visión), que sentimos como fundamental en Sin contemplaciones el título ya lo avisa, siempre estuvieron presentes en su trabajo (en los noventa, sus personajes aparecían con los ojos tapados por ese pespunte que venía a coser instalativamente el espacio). Y aún más, esta exposición concuerda con el carácter desmaterializado, serial y mínimo que ya presentaba al comienzo de su carrera y que ofrecen, como envés, distintos cuestionamientos.
Sin contemplaciones la componen 64 fotografías tomadas en museos europeos y norteamericanos que cuentan, como se puede intuir, con obras referenciales de un buen número de artistas indispensables. La cámara de Ivars parece situarse entre las obras, de frente al hueco de pared que queda entre ellas. De este modo, la imagen resultante está dominada por una zona central blanca que no es otra cosa que la propia pared vacía y expedita. Esta zona blanca, esta cesura o intersticio, está flanqueada por los extremos de dos cuadros distintos, de los cuales apenas se ve un pequeño fragmento, aunque suficiente para intuir algún elemento que sirva como indicio para saber de qué obra, artista o, al menos, movimiento o periodo se puede tratar. Como si no fuera suficiente con esa suerte de embargo de lo reconocible o de aquello que-se-espera-ver, las imágenes se hallan sujetas a una especie de velado que rebaja su nitidez y, por ende, su reconocimiento. Esta calidad borrosa, además, puede condicionar la interpretación, ya que se hace difícil no leer que es resultado de una premura en la observación, de una percepción o consumo rápido que actúa en detrimento de un correcto disfrute. No es de extrañar esta lectura, pues en este contexto de continuo debate en torno al consumo cultural y al turismo cultural, el espectador se puede hallar condicionado e interpretar estos fragmentos como una suerte de causa-efecto de esos comportamientos o pautas de conducta. Resulta difícil no pensar en una imagen que el fotógrafo Gijsbert van der Wal tomó en noviembre de 2014 y que se convirtió en símbolo de nuestra sociedad tecnológica. En ella captó en el Rijksmuseum una panorámica de La ronda de noche, de Rembrandt, siendo obviada por una decena de niños que no levantaban la mirada de las pantallas de sus teléfonos móviles. Nos asaltarían, también, las abundantes imágenes de los visitantes que se agolpan para fotografiar obras como La Gioconda, haciendo de la experiencia estética algo improbable y convirtiendo esa fotografía en el mejor trofeo.
Sin embargo, el trabajo de Ivars excede esa eventual lectura favorecida por la semántica de los recursos (movimiento, borroso, fragmento, etc.). Invita a un intento de recomposición de la imagen, otorgándole esta facultad a la fotografía dada su naturaleza. Como ya se ha comentado, la ceguera, ese resistirse a la mirada presta que caracterizó al Ivars de los noventa, marca, en buena medida, estas obras. Es decir, el espectador nosotros hace por detenerse y extenderse en esos márgenes que no son otra cosa que los fragmentos. Ese detenimiento conlleva, de entrada, recomponer la imagen, pues cada fragmento de pintura que se encuentra en los flancos de cada fotografía enlaza con los de las fotografías más cercanas. Esto es, cada obra fotografiada se divide en dos fragmentos que ocupan los laterales de las fotografías separadas en el espacio expositivo en el que nos encontramos. Por lo tanto, cada fotografía que vemos en sala contiene dos fragmentos de dos obras distintas que, a su vez, enlazan con las que aparecen en las fotografías adyacentes. Del reconocimiento instantáneo se pasa a la progresiva y lenta reconstrucción del registro fotográfico, de lo fugaz a lo pausado y de la fragmentación a la síntesis. Nacen situaciones irónicas, como las pinturas impresionistas que, por mor del tratamiento borroso, incrementan su impresionismo; o las obras abstracto-geométricas, que, casi de manera premonitoria, pasan a estar fragmentadas en zonas regulares.
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