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LÍNEA DE FUGA

En blanco

Antonio Javier López

Domingo, 7 de mayo 2017, 00:59

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Ahora la medida de todas las cosas levanta varios palmos del suelo y pesa unos 12 kilos, aunque esta semana se está quedando más flaca. Hay puntitos negros en las amígdalas, rojeces en la garganta, 38.7 y subiendo, la primera vez que dice Me duele y varias noches en blanco.

Como ni Dios ni Dalsy juegan a los dados, después de la primera noche en blanco se presentaba la décima Noche en Blanco de la ciudad con una decidida apuesta por la reducción de contenidos en busca de una mayor calidad, de un mayor enfoque cultural del asunto. El listón se ha subido hasta dejar el invento en 217 citas. El año pasado hubo 250. La Noche en Blanco y el sonrojo son lo único que han quedado de aquella candidatura para ser Capital Cultural Europea en 2016 y esa supervivencia ofrece un extraordinario retrato colectivo de esta parte del mapa. Por citar al artista antes conocido como Joaquín Sabina, la Noche en Blanco ha seguido «como siguen las cosas que no tienen mucho sentido». Porque apenas el deseo festivo de echarse a la calle sirve para explicar las colas en lugares que pocas horas después siguen siendo gratuitos; que los más deseados sean los museos que al día siguiente y al otro domingo y al otro y al otro seguirán estando en el mismo lugar con el mismo acceso libre hasta completar el aforo. Porque hay una imagen repetida durante varias Noches en Blanco que no se me quita de la memoria: la cola para entrar a la Alcazaba perdiéndose por la calle Císter hasta casi tocar el Patio de los Naranjos. La entrada para ver el monumento cuesta al público local 60 céntimos y todos los domingos, a partir de las dos de la tarde, es gratuita. Pero durante años ha habido cientos de personas que han decidido pasar dos, tres, cuatro horas en ordenada fila para ver el monumento, muchas veces, aún de día. Ninguno parecía muy disgustado, así que todo bien. Lo mismo en la plaza de la Constitución, que también suele petarse con el correspondiente concierto. Este año, la Noche en Blanco va sobre el sueño, así que toca Álex Ubago.

Después de la segunda noche en blanco apareció Picasso de cuerpo presente. Una escultura de silicona con el artista muerto y una lápida funeraria de mármol de Carrara en una sala de la Alianza Francesa. La pieza la firma -con el comisariado de Los Interventores- Eugenio Merino, como aquella de Franco metido en una nevera o la otra de Damien Hirst pegándose un tiro en la sien. Merino no se acuerda, pero hace dos años, en Genalguacil, andábamos tomando café en la terraza de un bar del pueblo con Juan Francisco Casas cuando se echó mano al bolsillo de las bermudas, sacó las llaves del Ayuntamiento y anunció con mirada pérfida: «Vamos a hacer algo muy punky...». Aquello quedó en amago y ahora Merino brinda su escultura hiperrealista quizá más contenida: Picasso muerto como souvenir definitivo de un Centro Histórico travestido en parque temático y trampantojo.

Una ilusión desvanecida como dormir en la tercera noche en blanco. Luego gente importante de la que no habías oído hablar, una ramificación del síndrome del CAC, cuyo cuadro clínico presenta sudores fríos y parpadeo constante cuando asoma por el centro de arte un autor cuyo nombre ni te suena, pero que resulta ser la leche a la vista de Google. Claro que esta semana lo más importante es que baje la fiebre. Que duela menos.

La cuarta noche en blanco da una tregua de tres, casi cuatro horas. Y 13 horas más tarde, Tabletom. No huele a petardo ni se quedan los pies pegados en el suelo ni está Rockberto perdido en el escenario. Suena Tabletom en el salón de actos de un conservatorio y todo resulta nuevo y conocido al mismo tiempo. Familiar y distinto; sobre todo, hermoso. Tabletom con orquesta un viernes por la tarde en sesión familiar, casi infantil, porque cuando termina el concierto apenas ha caído la noche. Otra noche en blanco que no pesa, comparada con un Me duele.

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