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IÑAKI ESTEBAN
Domingo, 22 de enero 2017, 01:25
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madrid. El Centro Pompidou de París rompió la imagen del museo como un lugar sagrado y sirvió para dar un nuevo aire a una zona central de la ciudad ocupada por un párking. Creó la necesidad de que estos equipamientos vistieran una arquitectura de impacto y a su puerta se formaron las primeras colas de turistas para entrar a un espacio cultural, reflejadas en fotos que dieron la vuelta al mundo.
El Pompidou fijó el modelo del museo de arte moderno y contemporáneo de iniciativa política el 31 de enero de 1977, ahora hace cuarenta años. Destacó por su preocupación por la renovación urbanística, la audacia arquitectónica como signo de identidad y su atención al turismo. También por la internacionalización, ya que tiene dos sedes fuera de París: en Metz y en Málaga, la primera filial del centro de arte inaugurada fuera de Francia, en marzo de 2015. Y desarrolla, además, multitud de proyectos en otras partes del mundo.
Cómo no, tenía que tener acento francés, una mirada hacia el interior de la patria que inventó el museo público con la confiscación a la monarquía del Palacio del Louvre y sus colecciones. El presidente de la República Georges Pompidou veía con inquietud cómo a principios de los años setenta Bruselas y algunas ciudades de Alemania hacían sombra a la capital que había inventado las vanguardias en las cuestas de Montmatre. Y el Beaubourg, llamado así por la zona en que se enclava, se edificó para sacar a París de su letargo.
El proyecto francés incluyó una mediateca, un centro de investigación musical dirigido por Pierre Boulez y la colección de Museo de Arte Moderno de París, entre las tres más importantes del mundo junto a las de la Tate de Londres y el MoMA de Nueva York. Atesora más de 100.000 obras de más 6.000 artistas, de las que expone en sus plantas cuarta y quinta de 1.500 a 2.000, con frecuencia superpuestas en la misma pared.
Por él han pasado unos 200 millones de personas, atraídas por un edificio de colores y de aire industrial con el que los arquitectos Renzo Piano y Richard Rogers quisieron acercar el espacio museístico a las experiencias cotidianas y alejarlo de la solemnidad. «Resultó desconcertante por su flexibilidad y la manera abierta de plantear la relación con el público, por su apertura a la calle y, en definitiva, por su optimismo. Se alineaba así con la desmitificación de las instituciones propugnada por las revueltas del 68 y satisfacía a las generaciones jóvenes, que pedían una manera más radical de entender la cultura: viva, accesible, curiosa, animada, crítica y participativa», resalta María Bolaños, autora de diversas obras sobre museología y directora del Museo Nacional de Escultura de Valladolid.
Como recuerda Llàtzer Moix, crítico de arquitectura de 'La Vanguardia' y autor de libros como 'Queríamos un Calatrava' (Anagrama), la forma del edificio, con las tuberías y escaleras mecánicas a la vista, provocó que le llamaran 'refinería de petróleo' y 'cactus de colores', entre otras muestras de ingenio popular. «Fue el prólogo de los 'grands travaux' (grandes obras) de Mitterrand, entre los que se incluyen el Institute du Monde Arabe, la Trés Grande Bibliotheque, el Musée d'Orsay o la Ópera de La Bastilla, ninguno de los cuales adquirió el relieve arquitectónico del Pompidou», destaca Moix.
De su capacidad de atracción masiva vinieron también sus problemas. Hasta 1997, las escaleras mecánicas que se ven desde fueran eran de libre acceso y comunicaban con la parte superior del edificio, con unas inmejorables vistas sobre París. Se convirtieron en una atracción obligada para turistas, con el argumento irrebatible de la gratuidad. Ese año comenzaron las obras de remodelación, que condujeron a la reinauguración en 2000 con entrada de pago a la mayoría de las instalaciones.
El Pompidou cuenta con cien millones de presupuesto, de los cuales 65 los pone el Estado, y emplea a un millar de personas. Su trayectoria expositiva comenzó en junio de 1977 con la muestra 'Paris-New York'. Para dar visibilidad a Francia en el panorama artístico mundial, nada mejor que recordar lo que las artes norteamericanas deben a la capital francesa en el siglo XX y viceversa. La escritora estadounidense Gertrude Stein apoyó con sus recursos a los cubistas -Picasso el primero- y Peggy Guggenheim a los representantes del surrealismo, corriente francesa y belga que germinó en Estados Unidos en los años cuarenta bajo las formas del expresionismo abstracto y del artista Jackson Pollock.
Después de estos caminos de ida y vuelta entre París y Nueva York, el Pompidou logró su primer éxito de visitantes -840.000- con la muestra dedicada a Salvador Dalí entre finales de 1979 y principios de 1980. La segunda exposición centrada en el artista catalán, en noviembre de 2012, alcanzó las 790.000. Las muestras sobre Matisse (también en dos ocasiones), Kandinsky, Jeff Koons, Roy Lichtenstein, Pierre Bonard y Edward Munch se encuentran asimismo entre las más vistas de estos cuarenta años de historia. Pero además de 'hits' expositivos, se ha aventurado en romper moldes con planteamientos que luego han tenido una gran influencia en el arte contemporáneo. En 1989, el comisario Jean-Hubert Martin reunió en 'Los magos de la Tierra' a 101 artistas y propició el diálogo de tú a tú entre los occidentales y los de Asia, África, América Latina, esquimales y nativos de las islas del Pacífico. Prefiguró el debate artístico en torno a lo 'poscolonial' tan de moda ahora mismo, casi treinta años después.
Arte, experimentación musical y acceso a contenidos culturales en la mediateca han sido los tres ejes del Pompidou, que también ha tenido gran impacto en el exterior. Delante de su edificio se reúnen músicos, mimos, actores, artistas de lo improbable y de lo innombrable, que presentan lo que saben hacer ante un público variopinto. «Una de las razones de su éxito fue dar tanta importancia como al edificio mismo al espacio abierto como una plaza ante su fachada, en un momento en que el automóvil era el rey de París y no existía el concepto de zona peatonal, de encuentro ciudadano», resalta María Bolaños.
Para Llàtzer Moix, «el Pompidou es, junto a la Ópera de Sydney de Jorn Utzon y el Guggenheim de Gehry, una de las tres obras que sembraron las semillas de la arquitectura milagrosa o redentora con capacidad para transformar una ciudad». Quienes la inventaron no eran arquitectos estrella de los que viajan en avión privado, sino dos profesionales casi desconocidos que cuadraron la combinación mágica de «acertar con el cliente, el lugar, el momento y el proyecto».
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