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Amanecer en el Thyssen

Amanecer en el Thyssen

Esta exposición nos sitúa ante el constructo mítico del Oeste norteamericano, imagen de dimensión planetaria y, a su vez, fundacional de los Estados Unidos. Con acierto, dialoga con la contemporánea imagen de la España romántica

juan francisco rueda

Sábado, 21 de enero 2017, 01:26

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La conquista del Oeste es quizás, y al margen de muchos de los más trágicos acontecimientos históricos del siglo XX e incluso de la actualidad, la última epopeya narrada entiéndase como mitificada y, en ese ejercicio, interesadamente ajena a aspectos negativos; o, al menos, la que, apoyada en el músculo de los medios de masas norteamericanos (el cine principalmente) adquirió una dimensión planetaria. Una difusión puede que una colonización cultural que se manifiesta en el universo de juegos y juguetes para niños de todo el mundo, en un género fílmico que se desarrolló fuera de Norteamérica (spaghetti western) o en la creación de productos como el cómic franco-belga Lucky Luke, de Morris. Como señala el añorado Carlos Pérez en Buffalo Bill Romance (2013), a finales del siglo XIX los espectáculos en torno al Oeste se paseaban por Europa de la mano de William Frederick Cody, más conocido como Buffalo Bill, quien creó en 1883 una especie de circo didáctico y edificante (Buffalo Bills Wild West Show) que se presentó en 1887 en Londres, en el jubileo de oro de la Reina Victoria, como aportación genuina de los EE UU y estuvo en gira europea hasta 1906.

La exposición se inicia con una sección de carácter cientifista en la que, además de planos sobre ese nuevo territorio a explorar, destacan grabaciones de finales del siglo XIX y principios del XX de danzas hopi y distintos elementos de la cultura material de diferentes pueblos y tribus. No obstante, sobresale el conjunto de grabados iluminados según los dibujos que Karl Bodmer, a modo de registro y catalogación antropológica, realiza en 1832 y que ilustraron Viajes en el interior de Norteamérica. Esas estampas se enmarcan dentro de las expediciones científicas, etnográficas y políticas que se venían desarrollando por parte de países europeos a lo largo de todo el continente, como la española Expedición Malaespina. Estas estampas se centran en las costumbres, tipos, tribus y paisajes, destacando por el romanticismo y pintoresquismo de las mismas, exacerbados por las iluminaciones que las dotan de gran expresividad y contraste. La dedicada al Fuerte McKenzie bien pudiera ser una versión western de un pasaje como El rapto de las sabinas, ampliamente pintado (David, Poussin, etc.). Han de destacarse las tres últimas estampas expuestas, de una modernidad sorprendente: una cita de la pintura de esos pueblos, de gran esquematismo, así como dos inventarios de útiles.

Una de las primeras pinturas expuestas, de Rafael Monleón, El cadáver de Hernando de Soto arrojado al Misisipi (1889), supone un guiño a la relación española con los territorios de Norteamérica, que alcanza en Málaga su cénit con la figura de Bernardo de Gálvez. A partir de ahí, ante nuestros ojos desfilan paisajes de clara influencia romántica enunciados sistemáticamente mediante lo sublime y lo pintoresco, categorías estéticas que apenas un siglo antes habían empezado a formular los filósofos empiristas británicos. La figura humana aparece para revelar las muy distintas magnitudes del Hombre y de la Naturaleza, que se despliega apabullante ante él, inaprensible e indómita. Esa visión de lo natural marcará la imagen tópica del Oeste que comienza a construirse como un Edén o Paraíso.

Destacan algunas obras de pintores de la Escuela del río Hudson, como las de Bierstadt, que ya habían sido mostradas en montajes temporales de esta institución. La de McDougal Hart, extremadamente contrastada y plana, y la de Sontag, con una captación atmosférica sobresaliente, son otros de los paisajes destacados. Algunas de las que toman las cataratas de San Antonio, además de situarnos ante el simbolismo de este emplazamiento, poseen un delicioso ingenuismo rayano en lo arcaico, como las de Catlin y Lewis.

Y después de los escenarios, de lo virginal y paradisiaco, llegan los pueblos que los moran, los indígenas, así como los exploradores que serán la avanzadilla de la posterior colonización. Muchas de las obras son puestas en escena de costumbres y hábitos que se revestían de singularidad y exotismo. Un conjunto de periódicos y libros convenientemente ilustrados nos sitúan ante los procesos de difusión masiva de muchas de estas escenas y de otras que acaban convirtiéndose en clichés y que introducen, de manera decidida, la vis violenta y peligrosa del lejano Oeste. En este punto del recorrido expositivo las imágenes de las praderas norteamericanas, cowboys, indios y asaltos a las diligencias se encuentran en diálogo con las de la escarpada Serranía de Ronda, bandoleros, estraperlistas y emboscadas. Justo ahí uno no puede reprimir el recuerdo de Amanecer en Puerta Oscura (José María Forqué, 1957), película española en la que, con ambientación malagueña como el título indica, una historia y un escenario con tintes de bandolerismo adquieren un estilo propio del western. Ese ejercicio de comparación de imaginarios, de constructos de lugares mitificados el comisario habla muy certeramente de «ilusión» y «espejismo», tanto el Oeste norteamericano como la Andalucía romántica, es uno de los grandes aciertos de esta exposición. Es, ciertamente, un diálogo de extrema pertinencia, ya que nosotros también fuimos un oeste para los viajeros europeos que, paradójicamente, buscaban aquí la esencia de lo oriental y visitar un lugar de extremosas costumbres ajenas a la europeizante Ilustración, escenarios marcados por la violencia y un paisaje, al igual que en el caso americano, valorado por su carácter sublime. Los peligros del Oeste, de indios y forajidos que asaltaban diligencias, fuertes o rebaños, tanto como se enfrentaban al ejército, como vemos en libros y periódicos norteamericanos del siglo XIX, son comparables con los de Sierra Morena y la Serranía de Ronda, tierras de bandoleros y refriegas con las fuerzas del orden, como se aprecia en Emboscada a unos bandoleros en la Cueva del gato (1858), de Manuel Barrón. Así, nos encontramos un panteón de personajes que han originado relatos mitificados y auténticas hagiografías, de los que se conservan lugares que frecuentaron y que han dado lugar a personajes de ficción que han mantenido ese imaginario del Oeste y del bandolerismo; a los nombres de Billy el Niño o Jesse James se unen, pues, los de Luis Candelas, El Tempranillo o Pasos largos. La exposición se convierte ahora en una oportunidad para enfrentarnos con el romanticismo español mediante algunas obras portentosas, como Vista de el castillo de Gaucín (1849), de Genaro Pérez Villaamil.

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