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‘Promenade’ (1917) es una de las piezas más notables de la exposición en torno a Chagall.
La patria de Chagall

La patria de Chagall

Esta exposición nos traslada a un periodo en la vida de Marc Chagall en el que regresa a su ciudad natal. Esa vuelta a los orígenes impregnaría de felicidad y reafirmación identitaria muchas de sus obras

juan francisco rueda

Sábado, 10 de septiembre 2016, 00:21

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Defendía el poeta Rainer Maria Rilke que «La verdadera patria del hombre es la infancia». El imaginario o el universo de Marc Chagall (Vítebsk, actual Bielorrusia, 1887-Saint-Paul-de-Vence, Francia, 1985) se generó en buena medida en su niñez. El propio artista ruso relata en su autobiografía Mi vida muchas escenas, cargadas de imágenes indelebles, que reaparecerán a lo largo de su carrera y que se configurarán, además, como iconos de su pintura. También reconoce en otros textos, como Un ángel sobre los tejados, la importancia que tuvo su natal Vítebsk para su arte.

Esa certeza de la importancia de aquel contexto en el que nace y crece se nos muestra rotunda en el Chagall que ahora nos muestra la Colección del Museo Ruso. Rotunda porque hallamos al artista que vuelve a esa patria que metaforizara Rilke: las vivencias de la infancia, la familia, los lugares y la comunidad judía en las que crece. Y, además, allí se casa y nace su hija Ida.

Tal vez por ello, buena parte de las 16 obras que se exponen del pintor ruso están marcadas por el intimismo, la mesura y la felicidad, aunque advertimos otros registros algunos rasgos expresionistas y de investigación psicológica y de los temperamentos encontramos en La cita o en Barrendero. En parte, este Chagall se halla lejano del Chagall desbordante, melancólico y fantasioso que ha marcado su comprensión e imagen. De hecho, salvo alguna obra, no encontramos la fiereza en el color, absolutamente expresionista y fauve, ni su aplicación se convierte en incontenible cual mancha que parece invadir la tela parcelándola. Respecto a las composiciones, las que aquí comparecen no se hallan atomizadas, ni salpicadas por una constelación de motivos ínfimos y aparentemente inconexos. A la luz de estas obras, Chagall se encuentra en este momento muy apegado a la realidad, no existe esa continua suma de elementos que se despliegan, al margen de cualquier jerarquía, a lo largo de todo el espacio pictórico; no poseen estas piezas expuestas ese desbordamiento, ya que es mucho más económico en los motivos que emplea. Aboga entonces por un mayor orden compositivo que redunda en la claridad y que rompe con la vis surrealizante que vendrá a caracterizarlo, así como no aceptan una condición cercana a la del palimpsesto, el de una superficie sobre la que se suman, cual anotaciones, imágenes. En cambio, contemplaremos el uso exquisito del color, libre pero contenido, la elegancia, la sencillez y la empatía con las que lleva a sus telas el mundo que retrata. He ahí, quizás, la razón de ser de este Chagall: ese mundo, que no es otra cosa que sus orígenes, que añoraba y reencuentra en su ciudad natal en 1914, después de cuatro años en París, donde no dejaría de convivir con otros artistas rusos.

Se desliza en algunas de estas obras cierta alegría de vivir que no se halla, como en el caso de Matisse, en el lujo, la calma o la voluptuosidad, sino en recuperar sus orígenes y en, quizás, acallar la necesidad del sentido de pertenencia, de sentirse identificado. Pareciera entonces que la Vìtebsk a la que vuelve no es sólo esa patria rilkeana, es también una suerte de Arcadia, de metafórico lugar en el que vivir en armonía, de modo sencillo y donde restañar las heridas. No veremos en sus telas pastores y bañistas, como corresponde a las obras de temática arcádica o bucólica, pero muchas de esas escenas, costumbres y pormenores que traslada a sus telas en este momento están presididos por cierto candor y felicidad. Algunos interiores, detalles y vista de la ciudad y de la naturaleza circundante, como Tienda en Vítebsk o Vista a Vítebsk desde una ventana, parecen contener un fuerte hálito espiritual, tal vez en correspondencia con la vertiente jasidista que profesaba la familia de Chagall.

Justamente, una de las principales virtudes de esta exposición es su intento por construir ese contexto al que pertenece y recobra Chagall a su regreso a su ciudad natal y a la comunidad judaica. De hecho, el recorrido expositivo se inicia con una sucesión de citas, mediante pintura y escultura del siglo XIX e ilustraciones de cuentos tradicionales realizados por El Lissitzky y por el propio Chagall, a la historia del judaísmo, sus celebraciones y ritos; muchas de ellas trasminan la importancia del grupo, de la comunidad en la que se veían obligados a vivir. De este modo, Chagall se encuentra arropado aquí con obras de otros artistas judíos rusos coetáneos, como Robert Falk, Nathan Altman o David Shtérenberg. Precisamente, varias de las piezas más sobresalientes de Chagall se insertan en esta suerte de reafirmación identitaria al representar algunas celebraciones de su credo, personajes y arquetipos como Rabino con limón o Judío en rojo viene a jugar el papel de símbolo y de imagen premonitoria de la suerte de los judíos, así como rincones de Vítebsk, entre los que destaca la vista de la ciudad recogida en el extraordinario y felicísimo Promenade (1917), en el que se autorretrata junto a su esposa. Es ésta, sin duda, una pieza esencial, como puede ser Rabino con limón. En ellas, junto a la asombrosa libertad del color con una paleta ciertamente singular (el rosa y los hipnotizadores violáceos), debe destacarse en el caso de Promenade la elegante modulación cubista que convierte el paisaje dominado por la ciudad con su templo en una suerte de prisma facetado cual piedra preciosa. Si la ocupación casi total de la superficie pictórica mediante un sinfín de elementos caracterizará a Chagall como hemos señalado anteriormente, en esta obra es apenas un susurro rítmico, el del suave facetado de todo el espacio y de los cuerpos del pintor y su esposa Bella.

Entre las obras de otros artistas, además de las muy estimables de Falk y Altman dos autores que empiezan a ser familiares, por fortuna, gracias a las muestras temporales, deben destacarse dos paisajes urbanos, de depuración cézanniana, rigor cubista y color fauve, de Iósif Shkólnik (1910 y 1912), el impactante interior con un audaz y primario bodegón de Shtérenberg, así como El cuento de la cabra (1919), con unas sincréticas ilustraciones de El Lissitzky y en lengua yiddish. Ésta, como el cuento ilustrado por Chagall en 1915, evidencia la extrema importancia que adquiere el arte popular en la conformación del arte de vanguardia ruso.

Todo ello hace de esta exposición una oportunidad para redescubrir a Chagall y puede hacer que muchos de los espectadores menos proclives a su pintura vengan a reconciliarse con él.

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