Borrar
Tecla Lumbreras (derecha), disfrutando con una amiga en La Malagueta.
1961: las rocas de la Malagueta

1961: las rocas de la Malagueta

Vicerrectora de Cultura de la UMA, de alma y espíritu libre, Tecla Lumbreras recuerda sus veranos asilvestrada en una cala con su tribu familiar de ocho hermanos y 12 primos

Pilar R. Quirós

Sábado, 6 de agosto 2016, 00:47

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

E sos veranos encaramada en las antiguas rocas de la Malagueta en los años 60, asilvestrada con la tribu infantil de sus ocho hermanos y 12 primos sobreviviendo a oleajes y a caídas libres desde gran altura, aprendiendo a nadar cuando la tiraban como a los gatos a ver si salía a flote, han marcado a Tecla Lumbreras, la vicerrectora de Cultura de la Universidad de Málaga, que tiene un abanico de historias de contar mirando hacia la Malagueta. Cuando no había arena, la playa artificial que se creó más tarde, sino una sucesión de rocas escarpadas desde la que aprendió a sobrevivir al felino bautizo de mar de sus ocho hermanos cuando apenas tenía cuatro años.

Su estampa veraniega, esa que ocupa su memoria, está indisolublemente asociada a una casa grande, de techos altos, en el paseo de Sancha, desde donde tenían un visado especial para entrar en una pequeña cala, justo enfrente, que casi les pertenecía porque de tanto usarla se habían adueñado de ella. Había algo de arena, sí, pero ella y sus hermanos se habían acostumbrado a trepar por las rocas y a nadar a las profundidades ayudados de una llanta. «Ya sabes, en aquella época nada de barquitos hinchables o colchonetas, lo más que teníamos era una llanta grande de camión, con la que mis hermanos mayores se entretenían dándole la vuelta para que nos cayésemos todos», cuenta riéndose como si reviviera la escena. Esa diversión gratuita sin iphones, ipads ni Pokemon go. Un estío auténtico en el que los mayores cuidaban, o no, de los pequeños, y la ley de la selva marina se imponía para trufar las mareas y el oleaje.

Una vez, recuerda, alguno de mis hermanos volcó con tanta fuerza la llanta, que varios de ellos cayeron sobre mí en el agua y no podía salir. Entonces me quedé al fondo, cuenta subiendo sus brazos, sin respiración, y sentí que me moría. «Curiosamente, no fue tan traumático, era una muerte placentera, pero de repente alguno me cogió de los pelos y me subió a flote», explica. Sus primos no tuvieron que hacerle el boca a boca, auténticos guardianes de la playa. «Cada verano salvaban a varias personas sacándolas del agua, siguiendo los pasos de la reanimación cardiaca», cuenta sin darse cuenta de que haber tomado posesión de esa cala, que era de la tribu, también les había dado, generado, una responsabilidad para todos los que se adentraban en ella. La solidaridad se practicaba sin aspavientos, sin publicidad. Sin noticias en los periódicos. Con la más absoluta naturalidad de ayudar del que está al lado. Lo de toda la vida.

Y en ese caserón, en la que entraban y salían nueve hermanos, doce primos, y algunos amigos agregados cada día se sentaba en el hall su abuela paterna Flora como si fuese al circo o al cine. Ocomo si se marchara a la calle Larios a ver pasar a la gente. Una diversión para una anciana, que no ocupaba el salón de la casa, sino la entrada para estar atenta a todas las operaciones de salida y entrada, cuenta divertida nuestra pequeña protagonista en aquellos años.

A Tecla le marcó el nombre de su madre. Curiosamente no fue la primera niña de un total de nueve hermanos Mariví, Begoña, Clara, Juanchu, Pilar, ella, Chema Lumbreras (el artista), Carlos y María por eso extraña que su progenitora depositara en ella el nombre que había ido atesorando su familia desde su tatarabuela. «Mi madre, alemana (Tecla Krauel Gross) siempre decía que a mi abuela (paterna) no le gustaba su nombre», y si se analizan los nombres intercalados de mis hermanos hay una sucesión de negociaciones de una familia a otra, explica sonriendo.

Su padre, José María Lumbreras, Chema, era consignatorio de barcos y, a veces, se iba con ellos a disfrutar de la playa. «Él era afectuoso y mi madre era más recta, más alemana; aunque mi casa era un descontrol porque ella estaba siempre pariendo y dando de mamar a los bebés», asegura.

En esas expediciones en las que iban en la llanta se ponían como objetivo atisbar desde la costa el reloj de la Catedral. La furia del mar nunca fue impedimento para adentrarse en él, y sin negociarlo, cuidaban unos de otros. La típica hermandad. «Éramos felices en aquellas rocas. Nos pinchábamos con los erizos...pero los días que lo pasábamos mejor era cuando había una tormenta de verano y nos poníamos cerca de la carretera de la Malagueta a que los coches nos echaran encima el agua de los charcos, era como una fiesta, en la que acabábamos llenos de barro hasta las cejas, y entonces, nos volvíamos de nuevo al mar, donde pasábamos horas».

Su hermano Juanchu, el mayor, rubio de ojos azules, «que parecía un guiri, se encerraba en el cuarto de baño a torear, y allí estaba horas mientras que los demás aporreábamos la puerta», cuenta Tecla, que abunda que vivir entre tantos hermanos, en una familia numerosa, le creaba una especie de instinto de superviviencia para no ser flanco de los cachondeos de los demás. Nadar y guardar la ropa.

Era la época de los colmos y los chistes, y su nombre aguzó el ingenio a su tribu:«El colmo de un pianista es tener una mujer que se llame Tecla, y que la toquen todos menos él», cuenta entre carcajadas que le decían sin miramientos sus hermanos. Yesto creó en la vicerrectora una especial resiliencia, tolerancia a la frustración o como quieran llamarlo de la que hoy todavía hace gala. La sonrisa apenas se borra de la comisura de sus labios. Saber que tienes tantos hermanos, que tanta gente que te quiere, es un salvavidas único, del que hoy todavía echa mano cuando lo necesita.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios