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Domingo, 31 de julio 2016, 00:00
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Todo empezó con aquellos lápices afilados y puntas de grafitos. Las primeras misivas en papel estraza, componían unos manuales primarios de múltiples aplicaciones, desde donde estampábamos mensajes acromáticos del Capitán Trueno; hasta los claroscuros de Alonso Quijano; pasando por las confidencias secretas de amoríos ilusorios. Casi siempre, el resultado final consistía en hacer bolas, a cual más impactantes y duras. Lo que servía para envasar garbanzos y habichuelas, suponía a la vez, una vasta Academia de juegos y letras.
Ahora, hurgo entre los tiempos olvidados, cincuenta años después. Con los lápices robados en Ikea, escribo en el dorso de almanaques caducados: Confabulaciones e intrigas, sonetos pajizos, postulados cotidianos o historietas de viejas. Esa satisfacción inigualable me deja un regustillo que no sé cómo llamarlo.
Mientras tanto, desde lejos observa mi hijo con su mirada digital, y creo que le da vergüenza tener a un padre mortal tan analógico y manual.
(Publicado en SUR el 31 de julio de 2016)
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