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Eva María se fue
LA CANCIÓN DEL VERANO

Eva María se fue

ALEJANDRO PEDREGOSA

Domingo, 17 de julio 2016, 01:40

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Corría el verano de 1973 y Eva María se fue de aquel pueblo triste y reseco donde no estaba dispuesta a perder la juventud. Eva María se fue, sí, pero no era una traidora. Todo el invierno lo pasó anunciando su deserción. «El día menos pensado me largo de aquí... Ya no soporto más... Tú podrías venir conmigo... En la costa siempre hay trabajo... Los hoteles, los restaurantes... ¿No dices nada, Benito?». Y Benito callaba y escupía al suelo, y la saliva se mezclaba con la tierra seca y todo era muy triste.

Aquel día, cuando llegó de trabajar, alguien le dio la noticia: «Eva María se ha ido en el autobús esta mañana». Ni siquiera detuvo el paso. Ya lo sabía. El pueblo tenía una única carretera estrecha y polvorienta. También en eso se parecía al infierno. En las afueras, a unos tres kilómetros, estaba la gasolinera. Benito llenaba el depósito de un ciento veintisiete cuando vio acercarse el autobús. En el techo, apilada con otros bultos, estaba la maleta de Eva María. El corazón se le arrugó como un gusano. Era la maleta de piel que había comprado el año pasado en la capital. De aquel viaje trajo también un modernísimo bikini de rayas con el que Benito soñaba a menudo; «es para cuando me escape al mar», le decía entre pícara y fanfarrona, «si te vienes conmigo podrás ver cómo me queda».

El conductor del autobús hizo sonar el claxon al pasar frente a la gasolinera. Benito no levantó el brazo. No podía. Estaba helado a pesar del sudor y la terrible calima. No fueron más de dos segundos pero le resultó una eternidad. Eva María sentada, mirándolo, con la mano pegada en el cristal. Luego el polvo naranja de la vieja carretera y nada más.

Durante los primeros meses Eva María envió cartas con los detalles de su nueva vida y siempre, en la posdata, le renovaba la invitación: «Aquí te podrías ganar muy bien la vida». Una vez, junto con la carta llegó una foto. Ella en la orilla del mar posando con el bikini a rayas. Por las noches Benito acariciaba la fotografía mientras los ronquidos de la madre rebotaban por las paredes de la casa y llenaban la noche de angustia.

De nuevo era verano y de nuevo el sol caía con rabia sobre el pueblo y la gasolinera. «Eva María se fue buscando el sol en la playa. como si el sol no pegara aquí de lo lindo», decían los malasangres. Con el paso de los meses las cartas se fueron espaciando hasta que finalmente dejaron de llegar. Medio año hacía de la última.

Aquella mañana, como todas, Benito se levantó a las siete menos cuarto. Sin hacer ruido se metió en la ducha y sin hacer ruido despertó a la madre y cogió su peso muerto para ponerla sobre la silla de ruedas. Luego la llevó al baño para lavarla, vestirla y peinarla. La embolia le había arrebatado el habla y toda movilidad pero le había dejado el mal genio intacto. Ante la menor desavenencia le regañaba al hijo con terroríficos aullidos que Benito soportaba con estoica serenidad. No le tembló el pulso mientras le introducía, una a una, las cucharadas de pan migado con café.

A las ocho menos cuarto, como cada día, Benito pulsó el timbre de la casa contigua. «Aquí te la dejo, Mari», le dijo a la vecina. Besó a su madre en la frente y se dilató en el beso un segundo más de lo acostumbrado. Aspiró con fuerza el olor de la madre. «No tengas prisa en recogerla», le dijo la vecina, «me ha dicho mi marido que hoy ponen fútbol por la tele. si cuando acabes en la gasolinera quieres ir al bar. por mí no hay problema». Benito sonrió y bajó la cabeza en un gesto de agradecimiento.

A las doce y media la gasolinera estaba tranquila. Apenas tres o cuatro coches habían repostado en toda la mañana. Las doce y media. Miró la lejanía del horizonte y advirtió una lejanísima nube de polvo. Se levantó de la silla despacio, abrió la caja registradora y se metió en el bolsillo un puñado de billetes verdes. Volvió a otear el horizonte. Entre la nube de polvo se adivinaba la presencia metálica del autobús. Con paso lento se acercó hasta la orilla de la carretera. El sol empezaba a quemarlo todo. Levantó el brazo y el autobús se detuvo a menos de un metro. Intercambió un par de frases con el conductor y buscó un asiento en la parte trasera. Miró por la ventana. La gasolinera se alejaba poco a poco. Una sonrisa melancólica le ladeó los labios. En la puerta había dejado un cartel donde podía leerse «vuelvo en cinco minutos».

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