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La exposición gira en torno a una obra mítica de Jackson Pollock como ‘Mural’ (1943).
Pollock antes de Pollock

Pollock antes de Pollock

Ante una obra tan trascendental en la carrera de Jackson Pollock como ‘Mural’ sentimos que, como señalaba Harold Rosenberg en 1952, la pintura es un «acontecimiento», el resultado de una acción, el residuo de la energía

JUAN FRANCISCO RUEDA

Sábado, 28 de mayo 2016, 00:57

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Podría parecer una paradoja señalar que esta exposición, que gira sobre una obra mítica como Mural (1943) de Jackson Pollock (EE.UU., 1912-1956), tiene como una de sus muchas virtudes el posicionamiento en contra de lecturas en clave de mito o leyenda que han rodeado la génesis de la icónica pieza. En cualquier caso, el discurso expositivo no escatima en datos y circunstancias que hacen de ésta una obra sobresaliente y trascendental (la mayor de las hechas por él, decidido paso en pos de la abstracción y la pintura de acción, cierta condición de fundacional episodio del expresionismo abstracto), así como lo accidentado de su conservación (intervención en los setenta que la desvirtúa e inundación en 2008 en la Universidad de Iowa, donde se expone) y la restauración que ha permitido recuperar su fastuoso cromatismo, arrojar información sobre su proceso de realización y permitir una pequeña gira por Europa. Ello convierte esta exposición en una extraordinaria oportunidad para acceder a Mural y a un estimable conjunto de 16 obras (6 más de Pollock y de autores como Warhol, Motherwell, Matta, Saura, Krassner o Gotlieb).

Tanto las obras como las fotografías de acción (secuencias, abstracciones por el movimiento, como las de mobiles de Calder), catálogos de Picasso, así como cuadernos de dibujos del norteamericano, ayudan, en primera instancia, a crear un ilustrador contexto y un cúmulo de influencias que Pollock pareció aceptar y que lo conducirían a la materialización de Mural; esto es, de Pollock antes de Pollock, del artista en crecimiento anterior al Pollock que en 1947 decide desarrollar una estrategia pictórica que acabaría por identificarlo (dripping o goteo, tela en horizontal o «estar dentro de la pintura»). Esas influencias son propias de un espíritu del tiempo, de un momento en el que el centro de arte se halla en traslado desde París a Nueva York, desde Europa a los EE.UU., en paralelo a la diáspora de artistas que dejaron el Viejo Continente, merced a la Segura Guerra Mundial y a movimientos políticos previos, y que engrosaron las instituciones pedagógicas norteamericanas. Son, por tanto, influencias compartidas a ambos lados del Atlántico, si bien originadas a éste en las primeras décadas del siglo XX (la onda expansiva del surrealismo, el automatismo y con ello la acción de pintar como liberación de energía, la importancia de la mitología, la angustia existencial o el arte primitivo, que tan capital fue en el caso de Pollock, en relación a los indígenas de EE.UU., para decantar su modo de pintar).

Es justo reconocer cómo muchos de esos elementos que desde el comisariado se presentan como inspiradores para Mural, como el caso de la exposición Action Photography, desarrollada en el verano de 1943 en el MoMA, justo cuando arranca la realización de la obra en cuestión, el Museo Picasso Málaga había atendido a ellos como transformaciones y vectores de creación para el arte de vanguardia; esto ocurrió con la exposición Movimientos y secuencias. Colección (2015), con presencia de ejemplos de cronofotografía que ahora volvemos a ver. Precisamente «secuencia» y «movimiento» son nociones que vemos en la obra de Pollock.

Proyección en artistas

Se vislumbra, también, en ese contexto, un esbozo de cómo Pollock se ha proyectado en artistas posteriores. Para ello, David Anfam ha seleccionado obras que comparten el formato panorámico, la sensación de acción y secuencia, de movimiento pautado, así como el tratamiento pictórico de toda la superficie (isomorfismo).

Fiel al posicionamiento en contra del mito, con muy buen criterio, Picasso tiene una presencia testimonial. Comisario y museo parecen conscientes de que un mano a mano entre ambas figuras, que generan en torno a sí relatos hagiográficos con tintes románticos, hubiera eclipsado el resto de diálogos y condicionado en demasía el conjunto. Se constata, eso sí, cómo la presencia de Picasso, con cuya obra y figura Pollock mantuvo una verdadera relación de veneración y odio, era habitual en el entorno del norteamericano con continuas y portentosas muestras (Galería Valentine, 1939, y MoMA, 1940). Sus cuadernos de dibujos dan testimonio de cómo la imaginería picassiana pasó a ser referencial a partir de 1939.

Viendo Mural, haciendo pasear la vista por la superficie, encontramos indicios para dudar de la apremiante ejecución que, como una suerte de leyenda, ha rodeado esta obra. Apreciar cómo Pollock perfilaba algunas manchas mediante gruesos trazos o cómo alternaba grandes movimientos (trasladan la idea de lo físico del pintor) con otros minuciosos, debía, cuanto menos, poner en cuarentena la realización espontánea que se le atribuía. A la luz de esto, y de los datos arrojados por los trabajos de restauración que se incorporan con generosidad al discurso (se ha creado una suerte de cronología en función de la aplicación, y secado de colores), la obra no podía ser fruto de ningún arrebato creativo por febril que fuese. Ello contradice a Lee Krasner, su pareja -artista eclipsada/sacrificada-, quien alumbró el épico relato de la resolución en una noche.

Por sus dimensiones, Mural pudo suponer para Pollock un modo de pintar, un primer atisbo incompleto quizá, que presagiaría su rutina pictórica una vez que pasase, más tarde, a situar el lienzo en el suelo. Él mismo señaló que «Cuando estoy dentro de la pintura, no soy consciente de lo que hago. Solo al cabo de lo que se podría llamar un periodo de familiarización veo lo que he estado haciendo». Mural, previo a esa declaración, recogida en una imprescindible y acertadísima antología de textos que el museo ha editado, quizás hubo de hacerle sentir esa suerte de inconsciencia durante el acto de pintar, que corregiría al salirse, al tomar distancia para familiarizarse. Y es que, uno observa cómo muchos de esos trazos y manchas tienen la misión de componer y de equilibrar, de si me apuran buscar una concinnitas, una relación de las partes con el todo en pos de un orden y armonía. Esto ya indicaría un trabajo de continua nivelación, de un ir y venir del adentro del cuadro al afuera, a un lugar con perspectiva en el que poder valorar la obra en toda su dimensión. Ese ir y venir que imaginamos, suponía una continua basculación entre el artista sumido en la impulsiva acción de pintar, de descargar la energía mediante la aplicación del color, y la del artista-con-perspectiva que se encamina a proyectar cierta lógica interna de la pintura. Lógica que desaparecería más tarde. Pero ése sería el Pollock después de este Pollock.

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