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Blanca Navidad

Blanca Navidad

A medida que pasa el tiempo las fiestas se vuelven cada año más tristes. Paso lista a las que recuerdo: desde la primera a la de ayer

José Antonio Garriga Vela

Sábado, 26 de diciembre 2015, 00:24

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Paso lista a las Navidades, desde la primera que recuerdo hasta la de ayer. Nunca olvidaré el año de la nieve. El día de Santa Lucía, mi padre decoró con copos de algodón las cortinas del comedor y aquel detalle fue una premonición. Durante la cena de Nochebuena comenzó a nevar y a la mañana siguiente la ciudad quedó paralizada. No hubo trenes, ni aviones, ni coches; los transeúntes bajaban esquiando por calle Muntaner. Los familiares que residían en otras ciudades intentaron comunicarse con nosotros por teléfono, pero las líneas estaban cortadas. Mi abuela lloraba en silencio porque no sabía nada de los hijos que vivían fuera.

Mucho años después de la nieve, viajé a primeros de diciembre a un país del extranjero donde no se celebraba la Navidad. Entonces no existía el teléfono móvil y apenas llamé a casa. El caso es que perdí la noción del tiempo y pasé las fiestas sin dar señales de vida, un descuido involuntario. Hasta que tal día como hoy, un 26 de diciembre de aquella era prehistórica, se me ocurrió ojear el periódico y lo único que entendí fue la fecha, lo demás resultaba ilegible. Busqué una cabina, llamé a la familia y felicité las fiestas con retraso. Me disculpé por no acudir tampoco en Nochevieja. Mis padres, en vez de enojarse y reclamar mi presencia, dijeron que aprovechara el viaje, que lo pasara bien, y que ya nos veríamos el próximo año.

La Navidad es una fiesta infantil cuya ilusión va desapareciendo con la edad. A medida que pasa el tiempo las fiestas se vuelven cada año más tristes. Si hoy decidiera pasar estas fechas en las antípodas casi nadie me echaría de menos, sin embargo no me muevo de casa. Me asomo a la terraza y descubro un hombre con barba blanca, vestido de rojo, saltando la verja de una casa. Otro disfrazado igual escala la fachada de un edificio y un tercero idéntico está colgado de un balcón. Pienso en llamar a la policía para denunciar que hay ladrones asaltando domicilios por todo el barrio, pero al final decido no hacerlo.

Puestos a elegir, me quedo con la Navidad de la nieve. Fue en el 62, creo, en Barcelona. El día de Reyes subí con mis padres al Tibidabo y todavía estaba la montaña blanca. Se me ocurrió lanzar una bola de nieve a mi padre que le dio en la nuca. Volvió la cara con la misma expresión del pistolero que recibe un tiro por la espalda y reconoce al asesino antes de morir. Yo ignoraba que la nieve se convierte en hielo, que las armas más simples y delicadas pueden provocar la muerte. Afortunadamente, mi padre resucitó unos segundos después. Se incorporó, se rascó la cabeza y me observó desconcertado, como si no diera crédito a lo que veía. Le faltó pronunciar las palabras de César: «Tú también Bruto, hijo mío».

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