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Una de las obras de Gonzalo Puch que se pueden contemplar en la exposición.
Trampantojos

Trampantojos

Gonzalo Puch ‘retrata’ y ejemplifica la condición actual de ‘lo fotográfico’. Su obra es una noción expandida de la fotografía que contradice algunas de las especificidades que se le atribuyen a la disciplina

Juan Francisco Rueda

Martes, 6 de octubre 2015, 11:56

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A la pregunta de qué es lo que vemos en las fotografías de Gonzalo Puch (Sevilla, 1950) le seguiría una clara respuesta: la propia fotografía. Puch elabora una alegoría sobre lo fotográfico que se apoya en numerosas metáforas tendentes a expandir la noción tradicional de la fotografía; o lo que es lo mismo, su actual condición. Noción aquella que, por otro lado, lleva siendo puesta en cuestión o redefinida prácticamente desde el nacimiento de la disciplina. Por tanto, el artista sevillano elabora un discurso meta-fotográfico, cuestionando la fotografía a través de su propia práctica.

Si usamos «instantánea» como sinónimo de fotografía, en función al acto de apresar o registrar mecánicamente un instante, tanto como al propio e ínfimo tiempo necesario para apresarlo un disparo, el gesto de pulsar-, la fotografía de Puch no puede ser calificada como tal, como «instantánea». De hecho, ese gesto de pulsar se diluye en un dilatado proceso de composición que es muy cercano a lo plástico incluso lo pictórico y que nos introduce en el ámbito de la post-producción; esto es, de todas las operaciones de transformación de elementos fotografiados que pasan a ser usados como fragmentos recompuestos o recontextualizados en una sola imagen, cual collage. Ni tampoco su fotografía remite a ese registro del instante, de lo que sucede o se dispone ante la cámara, sino a numerosos instantes que son sumados. Tanto es así que podría hablarse de heterocronías, de diferentes tiempos. Al ser su fotografía una adición de fotografías y, por tanto, de fragmentos, automáticamente aflora el factor temporal. Es decir, cada fotografía que participa en la fotografía total, cada elemento añadido, es un instante distinto, con lo que el cúmulo de tiempos revela un proceso de construcción de la imagen final. Esos andamiajes y precarios edificios que aparecen en su obra pueden, por ello, soportar un valor metafórico, tal vez una alusión a la propia fotografía como construcción. Pero del mismo modo, esos andamios y estructuras bien pudieran ser unas metafóricas tramoyas que aludirían a la teatralidad, a la ilusión y al artificio de la imagen que él genera. Frente a la objetividad y la garantía de veracidad como valores que se le han atribuido secularmente a la fotografía, Puch aboga por lo contrario, por la ilusión y por el engaño, conceptos que, por otro lado, siempre le fueron arrogados a la pintura.

Puch parece sembrar sus paisajes de trampas. Ante éstas, como si sintiésemos la presión del cepo en nuestra pierna, arribamos a un momento de consciencia o comprensión. Es un instante tenso en el que, frente a esos fragmentos, ante esos señuelos no excesivamente ocultos, se revela la ficción. Puch no busca siquiera la verosimilitud. Basta con que la vista pasee por la imagen. Pronto nos percatamos de cómo los edificios están construidos a retazos, cómo una misma ventana es repetida cambiando las escalas, cómo lo que queda en esas vallas publicitarias son fragmentos de tickets de compra y periódicos, cómo los paisajes se conforman en muchos casos con la unión de elementos procedentes de muchos otros parecieran un patchwork o un collage- o cómo los cielos evidencian que son la suma de varios.

En alguna fotografía, Puch parece replicar recursos que desarrollaron Picasso y Braque durante el cubismo. Nos referimos a pequeños fragmentos que imitan el veteado de la madera y que el artista sevillano camufla en las estructuras lígneas de sus herrumbrosos edificios. Es una trampa más, un tromple loeil como los que los pintores cubistas introducían, junto a elementos reales, en obras del periodo sintético: imitaciones de maderas, de papeles de pared con motivos decorativos, de piedras como el jaspe o de periódicos. O, por poner un ejemplo trascendental, como ocurre en el picassiano Bodegón con silla de rejilla, en la que incluía elementos reales (cuerda), imitaciones o trampantojos (una rejilla) y recreaciones de la realidad. En definitiva, distintas maneras de experimentar esta última. Puch parece, como aquellos, citar y transformar esa realidad, acercándonos distintas maneras de conocimiento.

Pero Puch no sólo consagra a ese discurso meta-artístico sus fotografías. Aunque en esta ocasión no esté demasiado acentuado, más bien aparece de soslayo, otro asunto esencial en su trabajo es la conciencia medioambiental y la degradación del entorno natural por el ser humano, principal agente de cambio. Solamente se manifiestan esa preocupación y ese compromiso en Sin título IX, en la que aparece una Ophelia que, en lugar de flotar en el agua, se encuentra sobre una escombrera, rodeada de residuos que aluden a la contaminación y a nosotros como causa de ella.

Si debido a su retórica, al uso de recursos como el «cuadro dentro del cuadro» en su caso, la «fotografía dentro de la fotografía» (se aprecia en Sin título XI, una especie de matrioska fotográfica), a la alusión de la ilusión y al cuestionamiento de la representación, Puch se halla próximo a lo barroco, cierta vis romántica nace al enfrentarnos a su imaginario. Esto es, la precariedad de sus andamiajes y la presencia de la ruina pudieran ser leídas como enunciaciones de lo romántico, en especial de lo sublime, como ocurre con algunas de esas frágiles construcciones expuestas al mar embravecido tal vez una proyección nuestra, confrontando lo finito y efímero del Hombre y la magnitud infinita de la Naturaleza.

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