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Situado en La Carihuela desde 1961, el establecimiento mantiene su pequeña piscina en forma de habichuela.
La cuna del biquini

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El Hotel Tropicana y su beach club, unos adelantados en la era del relax

juan francisco gutiérrez lozano

Miércoles, 27 de agosto 2014, 00:15

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En la novela Pez Espada del escritor Alfredo Taján, que narra las andanzas de la fauna y la flora del Torremolinos de los primeros sesenta, aparecen también otros establecimientos pioneros aparte del que le da nombre: muchos ya cerrados, otros todavía supervivientes. Es el caso, por ejemplo, del Hotel Tropicana, situado en La Carihuela desde 1961.

Chiquitito y coqueto, con nombre de cabaret cubano de la Cuba que aún no era comunista, el Tropicana se convirtió en lugar pionero del jolgorio veraniego, del relax de las copitas de la noche tras los días de baños de sol. Y su chiringo a pie de playa pronto fue conocido como beach club: un laboratorio donde bebidas espirituosas se mezclaron con el espíritu de una época de cambio. Todo bajo un techo pajizo, con el toque de improvisación que tiene siempre el futuro, tanto entonces como ahora.

Sitúa Taján en el bar del Tropicana los inicios diarios de las andanzas nocturnas de sus personajes: «Allí nos surtían dice el protagonista de una óptima y variopinta remesa de cócteles; allí la entonación subía y nos dirigíamos, ipso facto, aunque todavía a dos patas como los seres humanos, al chiringuito del mismo hotel, que de cutre nada, con doble barra, sólidamente construido, donde colgaban las redes del copo y pendían faroles, bolas de cristal y carátulas africanas».

Las crónicas de la época también atestiguan cómo este hotel logró forjar un gran ambientazo, pese a no tener la pompa de su coetáneo Pez Espada. Por allí desfilaba el figuroneo y por aquí, por el Tropicana, hacía guardia el cachondeo. En el bar interior había un piano (que sigue todavía) entre sillones de escay y una pista de baile. Aquello no era una sala de fiestas, pero por las noches se le parecía. Y en su chiringo, montado con vagones de ferrocarril como recordaba Francisco Lancha, la marcha no encontraba parada hasta avanzada la madrugada. En su club de playa se organizaban fiestas diversas y famosas; se enseñoreaban las primeras turistas extranjeras en biquini (el inicio del acabose) y se formaban líos de muy señor mío cuando la Guardia Civil requería a los responsables para que impidieran los desfiles de «señoras medio desnudas». Una práctica, la del bañador de dos piezas, pronto normalizada, pero que según la leyenda tuvo en esta arena su primera batalla.

En un reportaje publicado en SUR en 2001, el fundador del Tropicana, Mauricio Beriro, le contó al compañero Héctor Barbotta cómo uno de estos fiestorros provocó la ira gubernativa. Resulta que en 1963, durante una fiesta hawaiana con sus ropas coloridas y poco textiles, a unas señoritas se les cayeron unas flores que tapaban sus pechos, por mor del contoneo, de la calor o del mal pegamento. Llegadas fotos y noticias de tal evento (y gran suceso) al Gobierno Civil de Málaga, y ante la sorna de Beriro, le cayó una multa de 30.000 pesetas. Multa que el muy cuco director supo rebajar, al señalar cómo en una de las fotos se podía ver a un mando de la Guardia Civil en pleno jolgorio sancionado. Cuando el periódico publicó la nota del castigo, el Tropicana logró el espaldazaro final a las fiestas de su club playero. Tras un incendio, la inauguración del Tropicana Beach en 1972 fue un gran acontecimiento, al que asistió ya hasta un concejal del Ayuntamiento.

Más de medio siglo después, el Tropicana sigue allí, bajito, casi agazapado tras las palmeras y los edificios más nuevos y más altos que le robaron su carácter exento. El abrazo mayor se lo da el Hotel Amaragua (ambos de la misma cadena MS) y que, ironías del destino, lo ha convertido en su hermano pequeño, aunque sea más viejo. El Tropicana tiene 84 habitaciones repartidas en su construcción en ele; con su letrero simpar y detalles decorativos del mismo material de las sombrillas de ramas secas. Sigue la misma cuca y animada piscina pequeña arriñonada, en forma de habichuela.

En el antiguo chiringuito hoy está el comedor y el restaurante Mango, con decoración colonial y bajo un techo también tropical. Y en el beach club, que se reparte en tres alturas (la del merendero, la de la zona lounge con césped artificial y la zona de hamacas) lleva desde hace dieciocho años Francisco Aragüez, al que los atareados camareros no paran de llamar Paco. «Anoche nos fuimos a las tantas; ponemos cenas y luego copas. Y no paramos», dice. Todo ello al son de música modernita, de Adiós mi España querida («Le dedicamos canciones a los clientes para tener un detalle gracioso») y de un disco para mí desconocido de Julio Iglesias.

Según Javier de la Plata, comercial del hotel y del Amaragua, han estado casi al completo este verano: «Septiembre puede ser incluso mejor, por los precios más bajos y el buen tiempo. En el invierno, con los clientes nórdicos de larga estancia, también llenamos muchos meses». Mientras me atiende, Vicky, recepcionista malagueña, da las llaves a los recién llegados. «Muchos vienen de Extremadura, Córdoba, Sevilla, se nota que los españoles se animan más que antes», me dice después esta joven, que lleva diez años aquí («Desde que hice las prácticas»). Antes de irme me enseña una foto aérea del hotel, colgada en la trastienda de la recepción. Una foto de cuando ella no había nacido y de cuando el Tropicana era todavía, con sus modestas y osadas prácticas, un poco subversivo y una pica adelantada en la arena del relax.

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