Borrar
Colmenas y parabólicas

Colmenas y parabólicas

La Colina, nombre deuna zonacon encanto,es también ejemplo de cohabitacióny convivencia

Juan Francisco Gutiérrez

Miércoles, 23 de julio 2014, 01:41

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Salvo la presencia de Tippi Hedren en Marbella, en su rol de madre política de Antonio Banderas, no me consta la presencia de Alfred Hitchcock en la nómina de famosos que alguna vez pisaron nuestra costa. Y eso que para el genio del suspense hay escenarios que le hubieran provocado, no sé, alguna inspiración, zozobra o comezón para crear guiones inquietantes.

Yo no tengo el perfil del director (acaso análoga silueta), pero pienso en ello cuando llego a La Colina y veo el enjambre de balcones del edificio llamado La Torre (así, en plan poético). Es el Himalaya del promontorio que da nombre a toda esta zona de Torremolinos. Además de a una parada del tren de cercanías, La Colina identifica a todo un barrio: si es que podemos llamar así a este peculiar núcleo urbano con un pie puesto en la limítrofe Málaga. Su desigual contorno reúne a casas unifamiliares, casoplones (como la Hacienda La Purísima), urbanizaciones de adosados, bloques de diverso carácter, altura o color, amén de otros con color, altura y carácter que son un misterio.

La Colina es, también, el conjunto de tres grandes bloques (La Torre, La Malagueña y el Andaluz) en torno a una fresca piscina, presidido por el edificio de apartamentos que a finales de los sesenta diseñaron los arquitectos Carlos Verdú y César Olano. Su silueta y su letrero vertical es el primer gran enganche visual que los conductores que vienen de Málaga miran al pasar tanto por la antigua N-340 como por la autovía. Y tras la cascada de su balconada, casi medio siglo de vida y de cohabitación de miles de vidas, que han entrecruzado sus existencias en este lugar, más colmena que colina, quizás sin haberse cruzado ni una vez por sus infinitos pasillos. Hay ahí una suerte de historias encadenadas de seres anónimos que dicen ay, si Hitchcock nos hubiera conocido.

Hasta no hace mucho, la entrada a La Colina estaba presidida por un arco de cemento que daba la bienvenida, junto a su breve arboleda, a este pionero laboratorio de convivencia. Un lugar desde donde mirar al mar por encima del hombro, lejos de la zona de cañaverales, alcachofas y otros rastrojos que, previos a la playa, se extendía a sus pies. Hoy está llamada a ser (y es) una de las áreas de expansión, pero antaño fue reclamo para la diversión. Aquí venía el primer ministro de Holanda de vacaciones, por ejemplo, y los jóvenes de toda catadura visitaban el Piano Bar (mítico local), o la discoteca Tagomao, donde actuaron entre otros Massiel o Lola Flores. Hoy resiste el restaurante El Nuevo Vietnam, donde perduran los manteles de hule, un grato servicio y rollitos envueltos en lechuga fresca de sabor insoslayable.

Una parada y siete jubilados

Ahora que se afanan en comunicar a La Colina con Los Álamos, los vecinos de la zona reclaman (más de 600 lo firmaron hace poco) una parada de autobús, para no tener que depender de sus vehículos (quien lo tenga) para moverse o ir a la playa. En La Colina, aunque no todos, hay residentes de hoja perenne, vecinos que suman quinquenios y que conviven con otros nuevos (entre los recién llegados, Alicia y Paula, madre e hija, que vienen de la piscina, rubias como las candelas, exhibiendo sus genes de sangre noruega y española). También hay otros vecinos más jóvenes, que acuden en invierno a la oferta de alquileres baratos y a la posibilidad de un nidito estrecho de primer amor o independencia.

Pero los decanos del vecindario fueron jóvenes que en su día llegaron de turismo y aquí se establecieron. Veo a un grupo de siete ingleses tomando no el té de las cinco sino el refresquito de las seis. Son maduros pero sobradamente divertidos; son guardianes de su intimidad (no sueltan ni el nombre de pila). La más habladora es una vecina del gran bloque, originaria de Manchester, que peina canas y lleva el brazo en cabestrillo. Dice que vino de vacaciones y aquí se quedó; lo mismo que otro matrimonio sesentón, que discute para calcular los años que llevan en Málaga. Ella aclara que nació en la India (deduzco que su moreno de verde luna no es culpa nuestra) y que prefiere nuestra costa antes que el frío suelo británico.

Al calor de la tarde, hacen recuento somero de sus cuitas: de la burocracia española; de la reclamada parada: «Si al menos nos conectara con la playa, nos bastaría Venimos cargados como burros desde el supermercado», me aclara otra vecina, en inglés y con gestos universales de esfuerzo. Para colmo de sus pequeños males, un cambio en el satélite Astra les ha privado de poder ver la BBC y otros canales británicos: ahora sólo les queda Internet (muchos no están dispuestos o preparados) o contratar servicios de pago. Les pregunto si no ven la tele española, pero ni se inmutan: intuyo que son más de Hitchcock.

Y allí les dejo, al pie de la torre, en un bar llamado ETapas (así, en plan poético y digital). Sobre sus cabezas, un muestrario de persianas ajadas por el sol, máquinas de aire acondicionado y decenas de antenas parabólicas, cariacontecidas por su reciente sinrazón. Cerca, pegado a un buzón, encuentro un mensaje anónimo poco amable relativo a problemas vecinales. Y me dan escalofríos al pensar, en plan psicosis, en cómo serán las juntas de esta comunidad de mil vecinos, donde muchos serán los llamados y uno solo el elegido.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios