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Aspecto de la calle San Miguel en los años 60.
La piel mudada de calle San Miguel

La piel mudada de calle San Miguel

La vía más comercial de Torremolinos mantiene su pulso, con tiendas que capean el invierno y reviven en verano

Juan Francisco Gutiérrez

Miércoles, 16 de julio 2014, 01:20

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Díaz-Cañabate publicó en 1960 una crónica en ABC titulada Una calle antigua y exquisita. Retrató a la más singular de las vías de Torremolinos: «El sol y yo escribió- hemos entrado a un tiempo en la antigua calle de San Miguel. Los dos vamos a cumplir con nuestro deber. El sol, a calentar a los finlandeses. Yo, a proseguir mis andanzas de corresponsal. La calle está formada por casas de un solo piso. Casi todas las plantas bajas las ocupan tiendas. Donde no se abre un escaparate, una graciosa reja nos ofrece su primor y su misterio. Necesitamos detenernos a cada paso porque cada casa nos pide un requiebro. Abundan las tiendas de comestibles y asimismo el bebestible».

Añazos después, llega uno como cronista accidental a la misma calle y se topa, ay, con el mismo sol, las mismas casas, algunas buenas tabernas -como la Bodega Guerola- y las mismas tiendas. Bueno: no idénticas; como tampoco ya hay coches ni burritos (salvo los comestibles). Primores veo algunos: una tienda de perfumes y algunas alegrías viandantes. Y el mayor misterio quizás sea el de dos Fish Spa: sitios donde unos peces esperan a que usted se siente para comerle los pies, a cambio de 10 euros, con la ¿sana? intención de lustrarles los talones.

La calle mantiene su pulso, aflojado en invierno pero tensado cada verano. Su leve inclinación acaba en la famosa torre que antes fue molino (como contó Juan José Palop, firma pionera de esta sección, en su libro Los molinos de Torremolinos). San Miguel es como un río (de gente) que va a parar al mar o la playa, que es el morir o el sinvivir de sus visitantes. Agotado su recorrido enfilan camino al Bajondillo, y más agotados, vuelven a subirla cada la tarde.

Para cumplir con mi deber, eludo al mundo finlandés y les cuento, por ejemplo, que todavía allí venden periódicos ingleses (aunque dice Pilar, la dependienta del quiosco, que cada vez menos). Los recuerdos de mi infancia sobre San Miguel son dos: su serpenteante solería (mudada hace mil por otra de perfil más doméstico), y los de un lugar donde imprimían carteles de toros pret a porter, para poner tu nombre junto al de El Cordobés. Con su 6 toros 6, su foto típica y su toque kitsch. De aquellos 6 toros sólo queda uno: el que da nombre al bar que ocupa la misma esquina, donde los ingleses leen periódicos, beben cerveza y almuerzan croissants.

Dijo Díaz-Cañabate que él descubrió alguna boite de nuit. Era la época en la que Poggio abrió un mítico local de hostelería y en la que hasta Félix Sáenz montó una sucursal. De aquellos tiempos alguna queda (como Góvez), pero son pocas las tiendas que han soportado (ni siquiera Manferga) la reconversión continua que marca la historia de esta rúa. Un simple paseo retrata a los turistas como aficionados a Lladró, joyas, baratijas, zapatillas (alguna manoletina), ropa fresca, camisetas de España y pocos trajes de torero (aunque alguno brilla en el fondo de los pasajes intermedios abandonados).

A fuerza de su piel cambiante, de tanta alternativa dada de un negocio a otro, quedan múltiples luminosos multilingües (en los carteles hay puestos nombres que yo no puedo leer). Pocas tiendas han toreado todos las temporadas y siguen recibiendo a turistas a puerta gayola. Una es La Casilla, alicatada de miniaturas (souvenirs, santos, objetos locales), donde sus dueños quizá emplean más tiempo en limpiar el polvo de los estantes que en cuadrar la caja del día.

Una graciosa Pepa, su propietaria, nos recibe con toreo de salón y lanza verdades con la boca pequeña: «Nos mantenemos a flote gracias al turismo de los mayores. Y a la época del verano: es nuestra tabla de salvación. Pero, como dice una amiga, ya no cabemos más en la tabla, la tabla es muy pequeña». Añora, guasona, los tiempos del turismo con más posibles: «Ahora vienen los turistas de las tres p: los paseos, la playa y, como mucho, comer pipas. Pero de pesetas, pocas».

Aunque no entra a matar, Pepa no da puntada sin hilo. Expone los esfuerzos por salir a flote: «Tenemos mucha competencia de nuevos comerciantes, de cadenas y de otras nacionalidades. Pero aguantamos. Tras 49 años aquí, ¡dígame si no sabré yo vender un dedal!». Porque eso, dedales, es lo que más salida tiene entre sus clientes: «Así se llevan un recuerdo y no se gastan más que un euro y medio».

A la charla se suma Miguel, otro comerciante de la calle. Viene a echar el rato y nos cuenta su faena. Tras trabajar en las cocinas del Hotel Delfín, montó un negocio familiar en los setenta que ahora llevan sus hijas. Se llama Casares: allí también venden recuerdos y ansían buenas tardes. «Mi hija vendió ayer un abanico de 50 euros y hasta la noche estuvimos haciendo fiesta». Miguel y Pepa comercian con recuerdos y se lo pasan pipa recordando. Se saben afortunados al disfrutar de la primera línea de la mejor orilla comercial.

Antes de irme, Pepa me lanza un último requiebro: «Yo todavía recuerdo cuando Juan José Palop venía en una motillo». Y ahí les dejo, charla que charla, muele que muele, con las ganaderías dispuestas de sus escaparates y sus ganas de no perder el compás ni el ruido de esas maletillas que suben y bajan por esta calle, más moderna pero menos exquisita que la que se encontró un día Díaz-Cañabate.

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