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Antonio Garrido, Alberto Gómez y Alejandro Díaz
Jueves, 21 de noviembre 2013, 14:49
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«Nací para ser hija, discípula, para obedecer, y ya ves», le escribió a su amiga Rosa Charcel. En efecto, María Zambrano nació en un tiempo y un lugar poco propicios para que una mujer consiguiese hacer oír su voz más allá de la mera reseña condescendiente. Quizá por eso su exilio, el largo vagar que inició tan pronto y concluyó apenas unos años antes de morir, fue también académico; su obra fue prácticamente ignorada en España hasta que en la década de 1980 comenzaron a sucederse las publicaciones y los reconocimientos.
Su historia comienza en Vélez-Málaga, donde nace en 1904, hija de Araceli Alarcón y Blas Zambrano. Con solo tres años sufre un colapso de varias horas durante las que incluso llegan a darla por muerta. La familia se traslada poco después a Madrid, y de allí a Segovia, donde tienen lugar, siendo niña, las primeras lecturas. Autores como Unamuno, Azorín, Baroja o Ramiro de Maetzu alimentan una inquietud indomable. A mediados de la década de 1920 la familia Zambrano regresa a Madrid, donde María finaliza sus estudios de Filosofía y asiste a las clases de José Ortega y Gasset. Se le diagnostica tuberculosis y comienza a escribir, en 1929, su primer libro: Horizonte del liberalismo.
Intensifica su labor docente y asiste a la proclamación de la II República. Sigue acercándose a la poesía y estrecha amistad con escritores como Luis Cernuda, Jorge Guillén, Dámaso Alonso o Miguel Hernández. Sacude entonces la tragedia de la Guerra Civil («A los muertos los dejaron sin tiempo, pero a nosotros, los vivientes, nos dejaron sin lugar», escribió) y comienza el doloroso periplo del exilio, para el que decide renunciar a todo lo suyo como forma de recuperarlo desde la memoria («Era como sentirse en vías de nacer a través de aquella agonía inédita»). París, México, La Habana y Puerto Rico son sus primeras paradas.
Publica numerosos libros, dibuja lo que denomina como razón poética, uno de los núcleos de su pensamiento. Estalla la Segunda Guerra Mundial y regresa a París, donde tiene noticia de la muerte de su madre y encuentra a su hermana Araceli al borde de la locura, torturada por los nazis. Su declive físico a finales de la década de 1970 coincide con su giro hacia la mística.
Enterrada entre un naranjo y un limonero
El 8 de noviembre de 1984, y tras varios intentos frustrados, María pisa suelo español de nuevo. Concluye su vagar, pero no así su actividad intelectual, que es imparable. Se convierte en la primera mujer en recibir el Premio Cervantes. Su estado de salud empeora y le provoca largos letargos sin pronunciar palabra alguna. Aún puede escribir algunos textos, como el dedicado al poeta Jaime Gil de Biedma. En 1991 su corazón se para. Por expreso deseo, es enterrada en Vélez-Málaga, entre un naranjo y un limonero. En su lápida, también por deseo suyo, está inscrita la leyenda del Cantar de los Cantares: «Surge amica mea et veni» (Levántate, amiga mía, y ven).
La pensadora malagueña demostró siempre una impresionante fortaleza ante la agonía. Como ejemplo baste recordar que cuando todo estaba preparado para que regresara a España en 1983 cayó muy enferma. Los médicos que la atendieron en Ginebra prácticamente la declararon desahuciada «por acabamiento natural de vida». Dolorida por la artrosis, sin visión por cataratas en ambos ojos y sufriendo una fuerte anemia, fue ingresada en una clínica ginebreña, donde sorprendentemente se recuperó.
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