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Sentir con la cámara: el cine de Sam Peckinpah
CINE

Sentir con la cámara: el cine de Sam Peckinpah

El lunes se cumplen 25 años de la muerte de este director desubicado, cuyo cine evocador y violento canta la hermosura de los perdedores

MIGUEL ÁNGEL OESTE

Sábado, 26 de diciembre 2009, 03:42

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«Héroe y villano, más masoquista que sádico, alcohólico y lúcido, lírico y violento, actor afectado y personaje auténtico, con el infierno en las venas y el cielo en la mirada, era un generoso exabrupto en la hipócrita falacia de la jungla hollywoodiense donde se debatía, con impotencia y rabia, entre ejecutivos petimetres y prepotentes administradores de sueños ajenos». Así definía a Sam Peckinpah el cineasta español Gonzalo Suárez, con el que trabajó y unió una gran amistad. Y es que Peckinpah fue uno de esos cineastas de fobias y filias, de extremos, que rechazaba el mundo moderno y deseaba volver a las montañas de su infancia, obsesionado con el cambio como estaba, por la muerte del pasado. Una visión que reflejaba una y otra vez en sus películas. Un rasgo inequívoco de su cine, que comprimía y extendía en el retrato elegiaco de esos perdedores tan cercanos que convertía en héroes anacrónicos avanzando contra el paso del tiempo. «Los tiempos han cambiado», dice Pike, William Holden, en 'Grupo salvaje', después del fracaso del robo en la espectacular secuencia de apertura del filme. Cambios que se reafirman ante estos personajes a los que une una camaradería fuera de códigos, una camaradería análoga a la adhesión adolescente a un grupo y al territorio de la infancia como la más libre y auténtica de todas.

Ser niños siempre

«Todos soñamos con volver a ser niños. Hasta el peor de nosotros». En esta línea de diálogo de 'Grupo salvaje' se condensa el Big Bang del cine y del pensamiento de Sam Peckinpah. No hay más. Pero hay mucho más. Porque para este renovador del western, que se sentía como una persona completamente fuera de su época, la pérdida de la infancia-adolescencia era la tierra mítica que extrapoló a su cine, a la muerte del western sacando toda su naturaleza bastarda y realista, y, también, a la grandeza de la emoción plena que poseen las primeras y últimas sensaciones.

Nacido un 25 de febrero de 1925, en Fresno (California), la última frontera del viejo oeste, el pequeño Sam vivió con sus padres, su hermano mayor Denny y su hermana Fern Lea, en su rancho rodeado de colinas, donde la naturaleza componía el mejor ejemplo de un mundo que desaparecía. Algo de eso se tuvo que quedar para siempre en la visión de Peckinpah, ya que luego lo trasladará a su indiscutible renovación del género más americano de todos, el western.

Su familia era acaudalada y bastante religiosa, sobre todo su madre, por lo que Sam pronto mostraría su rebeldía al abandonar la carrera de Derecho, optando por alistarse durante la Segunda Guerra Mundial en el Cuerpo de Marines. Cuando finalizó la guerra, Peckinpah ingresaba como estudiante de teatro en la Universidad Southern California, diplomándose en Arte Dramático. En esos años, concretamente en 1947, se casó la primera de las cinco veces que contraería matrimonio.

Destino Hollywood

Sam Peckinpah llegó a Los Ángeles en la década de los cincuenta. De modo que conocería el Hollywood Clásico y el cambio que sufrió a finales de esos años y principios de los sesenta. Un periodo de cambios que se adecuaba a su personalidad y a su manera de ver el mundo. Sus comienzos fueron duros. Empezó a trabajar en la televisión desde abajo, en empleos tales como el de barrendero y tramoyista. Luego dio el salto a actor secundario, argumentista, dialoguista, guionista y director de series de televisión como 'The Rifleman'; 'The Westerner'; y 'Broken Arrow'. Series, sobre todo las dos primeras, alabadas en su época por la originalidad que derrochaban. En 1956, de la mano de Don Siegel, participa como actor y guionista en 'La invasión de los ladrones de cuerpos'. Después seguiría en televisión. Pero Peckinpah no estaba contento, quería dar el salto al cine, desplegar su pesimismo, el relativismo moral, la grandeza épica de los desencantados, el cinismo de su mirada, la violencia, la amistad masculina, la traición, la imposibilidad alegórica del amor, la omnipresencia del destino, el caos y desorientación vital de personajes que se mueven por reglas y sentimientos de un mundo que se transforma rápido, y la venganza, casi como clave ética del vacío de sus personajes, cuyo ejemplar exponente es el Warren Oates de 'Quiero la cabeza de Alfredo García'.

Matar el western. Sí, la única forma de resucitar algo es matándolo. Peckinpah mató el western con ese propósito: para resucitarlo. Para este cineasta matar representaba una acción consustancial al ser humano. Por lo menos eso parece decirnos con la mayoría de las películas que integran su filmografía. En el documental 'Sam Peckinpah: Legado de un renegado de Hollywood', Kris Kristofferson llega a decir que «La contribución de Sam al western es equiparable a la que Orson Welles hizo al cine». Mientras Howard Hawks aludía a la «tergiversación» que Peckinpah realizaba del cine del oeste; un territorio donde en el western clásico el mito florecía con una potencia descomunal. Estas opiniones extremas que generaba el cine y el propio Peckinpah son simples añadidos a la única cosa que se puede aseverar: el género fue evolucionado por este autor de un modo más realista, más amargo, más violento y, a la vez, con un tono elegiaco de agonía donde los perdedores no pierden siempre -aunque mueran-, donde sus derrotas son tan emocionantes e igual de efectivas que las de los héroes.

Primera bala

Hasta 1961 no dirige su primer filme, 'Compañeros mortales', protagonizada por Maureen O'Hara y Brian Keith, que fue recibida con tibieza por público y crítica, dejando un mal trago en el cineasta, hasta el punto de que prohibió que sus amigos vieran la cinta. «Es la menos mía de mis películas. Por eso nunca hablo de ella», declaró Peckinpah en una entrevista. Sin embargo, al año siguiente, su segundo largometraje, 'Duelo en alta sierra', es una obra maestra. Con esta historia abre y despliega su preocupación mítica del western, la amistad, junto a una ética de la grandeza de los desubicados y fracasados henchida de emoción y cuyo clímax es la despedida de Randolph Scott y Joel McCrea, cuando este último está muriendo. Una escena que te pone la piel de gallina y te impacta por su soberbia contención. 'Mayor Dundee', de 1965, supuso para Sam Peckinpah y los productores de la Columbia una interminable serie de problemas desde el inicio del rodaje. Es cierto que Peckinpah llevaba una vida al límite y su adicción a las drogas y a la bebida favorecía su carácter cortante, difícil. No extraña que chocara cuando se unía con los egos de las estrellas, pues su trato era áspero, o con las exigencias de los productores, pues rechazaba por principio sus imposiciones. Legendarias y ciertas fueron sus peleas con Charlton Heston durante el rodaje. Por lo visto Peckinpah bramaba contra el actor un día sí y otro también y una vez que lo hizo diciéndole que conducía la caballería como un abuelito o algo peor, Heston se dio la vuelta, desenvainó la espada y cargó contra Peckinpah que estaba sentado en una grúa. Pero éstos no fueron los problemas más graves para él. El verdadero infierno lo encontró en la postproducción, en la sala de montaje, cuando la Columbia prescindió de él, montando la película sin sus indicaciones. Vista hoy, en 'Mayor Dundee' se observa audacia, ambición, lo cual no evita que sea irregular, incluso confusa. A este respecto Sam Peckinpah siempre se mostró visceral: «Todas mis películas son hijos mutilados, ninguna de ellas la he rodado con entera libertad. Cosa que hace que las quiera más, es como el padre que siente más afecto por los hijos enfermos, que por los sanos. Cuando me hablan por ejemplo de 'Mayor Dundee', siento ganas de asesinar. destrozaron esa película». Estas encendidas disputas de Peckinpah con los productores prenden con la velocidad que lo hace una mecha, propagando la dificultad de trabajar con el cineasta. De hecho, éste fue retirado del rodaje de 'El rey del juego', que acabó filmando Norman Jewison. Así, durante años, Peckinpah deambuló en busca de un proyecto, entre juergas, peleas y un nuevo divorcio, momento en el que caía en sus manos el argumento de 'Grupo salvaje'.

Golondrina y muerte

No descubro nada al decir que el estreno de 'Grupo salvaje' en 1969 supuso un cambio fundamental. La tragedia de Pike y sus hombres trastocó las claves genéricas del cine del oeste, al tiempo que colocaba otra vez al inflexible Peckinpah en el disparadero. El estilo incisivo, metafórico, la introducción de secuencias violentas y sangrientas -que suelen concentrarse en su cine al principio y al final-, el efectismo de la cámara lenta como recurso poético que niega la banalización y potencia el impacto de lo que se cuenta -ese caos autodestructivo de la naturaleza del hombre- encumbraron la cinta como modelo del cine de Peckinpah, para bien y para mal. Por un lado, se habló del nacimiento del western crepuscular y moderno, por otro, se consideró, entonces, como «la película más violenta que se haya filmado». Una cosa es verdad a todas luces: los que jibarizan el cine de este director a un mero efectismo violento, a la retórica fácil y a la sangre de sus planos, parecen olvidarse de que en la tensión psicológica y melancólica de los tiempos muertos y las escenas de calma es donde reside la honda dimensión de sus personajes y el devenir de sus peripecias. Un camino que tiene una meta: la muerte.

Fuegos violentos

Pero una muerte poética. Una muerte que estalla en fuegos violentos, aunque legendarios y bellos. Como cuando al final de 'Grupo salvaje' esos cuatro ladrones-amigos se miran y empiezan a caminar -mientras suben los acordes de 'La golondrina'- en busca del amigo torturado y secuestrado por el General mexicano Mapache en un desenlace de sensaciones explosivas, característica inherente al cine de este autor.

Tras el éxito de esta película, resulta curioso que los productores -o el propio Peckinpah- impongan la ausencia de la violencia en su siguiente obra. Así, con 'La balada de Cable Hogue' (1970), el cineasta intenta hacer una historia de amor con tintes humorísticos que giraba en torno a Stella Stevens, Jason Robards y David Warner. Pese a algunos baches, funciona gracias a la degeneración de los códigos del género. Sin embargo, la película fue un rotundo fracaso comercial. «Me critican por incluir violencia en mis películas. Pero cuando no la incluyo, nadie va a verlas», se quejó durante toda su carrera Peckinpah. Con 'Perros de paja' (1971), una dura historia de acoso psicológico y físico sobre un pusilánime matemático protagonizado por Dustin Hoffman y su mujer, a la que da vida Susan George, violada por un ex novio y un amigo, el director regresa a la brutalidad en una Inglaterra rural que ve cómo un hombre pacífico se convierte en un salvaje. Después rodaría 'El rey del rodeo' (1972), con Steve McQueen, lúcida y triste, canto a la fugacidad humana. Vuelve al aliento del western con 'Pat Garret y Billy el niño'(1973), cinta con algunas escenas que saltan en el recuerdo: «¿Por qué no lo matas? Porque es mi amigo»; diálogo que resume otra de las bases del cine y la vida de Sam Peckinpah. 'Quiero la cabeza de Alfredo García' es otra obra esencial.

Un torbellino perfecto

Tierna y dolorosa, sensible y apasionante, sagrada en el escupitajo que representa hacia la muerte. El resto de sus películas -'Los aristócratas del crimen' (1975); 'Convoy' (1977); 'La cruz de hierro' (1978) y 'Clave: Omega' (1983)- son menos relevantes e insatisfactorias. Transgresor en su vida y en el intento de destruir la narración tradicional de Hollywood, Sam Peckinpah moría de un ataque al corazón, el 28 de diciembre de 1984, con sólo 59 años. Había filmado 14 películas. Tomado grandes cantidades de alcohol y drogas. Influido en numerosos directores como Martin Scorsese, Walter Hill, John Woo o Quentin Tarantino. Y como dijo de él una de su ex mujeres «Sam tenía dos vidas: las películas, que eran la realidad, y la vida, que era una ilusión».

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