Borrar
MÁLAGA

Una noche a la intemperie

Llevan encima lo poco que les queda y se sirven de un cajero o de un banco en el parque para refugiarse. El frío y la soledad son sus únicos compañeros. Pasamos una madrugada con el equipo municipal que atiende a los 'sin techo'

AMANDA SALAZAR

Domingo, 23 de noviembre 2008, 21:50

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Es noche cerrada. La mañana ha amanecido con un sol espléndido e incluso ha hecho calor durante la tarde. Pero es uno de esos días traicioneros del otoño malagueño en los que, de buenas a primera, se pone a llover y la temperatura baja varios grados. Las inclemencias del tiempo ponen a prueba a las personas que viven a la intemperie. La humedad incrementa la sensación de frío y el único arma que les queda son los cartones, periódicos y las viejas mantas empapadas con las que protegerse. Llueve sobre mojado en el mundo de la calle.

Tienen muchos nombres: 'sin techo', sin hogar, vagabundos, mendigos, transeúntes, indigentes en Francia se les llama SDF (sin domicilio fijo). Pero, pese a tener tanto vocabulario para nombrarles, pocos ciudadanos reparan en su presencia cuando se los cruzan por la calle. Y los que lo hacen es la mayoría de las veces para mirar hacia otro lado, molestos. Son los habitantes invisibles de la ciudad.

Quienes no apartan nunca la vista son los trabajadores del Centro Municipal de Acogida, que se encargan de ofrecerles cobijo, comida, ropa y aseo. Hoy la unidad de calle hace ronda nocturna. Ha llovido y saben que muchos 'sin techo' estarán pasándolo mal. Lo tienen todo preparado: un termo con café y otro con chocolate caliente, dulces, mantas, guantes de látex, linterna y un equipo de primeros auxilios por si hiciera falta. Subimos a la camioneta en la que trasladan a los transeúntes. En su interior, Rosa Martínez, directora del albergue, marca la ruta de la noche. «Normalmente tenemos controlados los sitios en los que duermen, pero los días de lluvia se resguardan más y es difícil encontrarles», indica.

El recorrido empieza a las 22.00 horas. Miguel Molina conduce la furgoneta, como siempre desde hace doce años. Él y María Ortigosa, la trabajadora social, son los veteranos del equipo. Esta noche les acompaña José Antonio Almagro, enfermero. José Antonio lleva sólo dos años en el albergue, prácticamente un recién llegado, pero este tiempo sobre el terreno sirve a cualquiera como un cursillo acelerado de realidad.

Nos dirigimos a la plaza Eduardo Maldonado Leal, en Huelin, donde unos vecinos han denunciado que un grupo de vagabundos están arrancando los bancos para construirse camas por la noche. Cuando llegamos, no hay nadie, pero por el camino encontramos a una persona durmiendo en un cajero cercano. Bajamos de la furgoneta y el equipo se acerca. «Hay que saber aproximarse a estas personas porque nunca sabes cómo van a reaccionar, si son violentos o si están borrachos o drogados», indica Rosa.

Un cajero como hogar

«Buenas noches; ¿cómo estamos hoy?», pregunta Rosa entrando en el cajero. Dentro, dormitando sentado en una silla de plástico, un hombre mayor con un bastón mira algo sorprendido con la visita intempestiva. Se llama Juan Gómez y es usuario del albergue. Hoy no ha aparecido por allí a dormir porque le dolían demasiado los pies y no ha podido llegar. «¿Se viene usted a dormir con nosotros», pregunta María.

Juan se sube en la furgoneta sin soltar ni un momento su bastón. A pesar de estar en la calle, es un anciano elegante. «No tengo ninguna familia, hace mucho que no sé nada de mis hijos, pero lo prefiero así; ya no me quieren porque no tengo dinero», asegura. Juan afirma que la vida en la calle es dura. A él le gusta estar solo, pero reconoce que a veces pasa miedo. «Un día estaba dormido en un cajero y me tuve que ir porque un joven borracho entró cantando como un loco; cuando volví a por mis cosas ya no quedaba nada, lo habían tirado todo», dice. Cuando llegamos al albergue, los trabajadores le hacen la ficha, le dan de comer y le asignan una cama.

Cajeros automáticos, soportales y medianas con árboles y arbustos son los lugares preferidos por estas personas para encontrar cobijo. Aunque hay quien tiene fijación por los polígonos. Es el caso de Enrique Campos. Este anciano es un usuario habitual del Centro de Acogida, donde le están tramitando la dependencia. Mientras, se escapa siempre que puede. Claro que Rosa y su equipo ya tienen fichado su escondite y saben dónde buscarle.

Le encontramos en una calle del polígono La Estrella. Está rodeado de basura. El equipo se pone los guantes y piden precaución porque puede haber cristales. Enrique no quiere saber nada de la unidad de calle. Está acurrucado dentro de un amasijo de mantas y se niega a levantarse para trasladarse al albergue. «Nosotros no podemos obligar a nadie, sólo ofrecerles cobijo», indica Rosa. «¿Quieres un colacao caliente, Enrique?», le pregunta Miguel. Miguel y José Antonio le ayudan a levantarse porque el hombre apenas tiene fuerzas para incorporarse. El olor a su alrededor es insoportable, una mezcla de orina y basura. María saca el arma secreta contra los olores: vicks vaporub. «Ya nos conocemos todos los trucos», sonríe.

Una buena ducha

Enrique decide que, ya que le han despertado, es mejor dormir en una cama y accede a ir al centro. Rosa llama al albergue. «Necesitamos un completo», indica. Cuando llega, a Enrique le espera una buena ducha.

A las 23.30 horas acudimos a un aviso de la Policía Local en la plaza de la Trinidad. Cuando llegamos, resulta ser un viejo conocido de la unidad de calle. Se trata de Antonio Cano. En la misma mañana había agredido a tres trabajadores del centro. Antonio tiene cataratas y apenas ve. Cuando reconoce a Rosa y a los suyos les explica que esa misma mañana ha ido al médico y le han dicho que tiene que operarse. En una esquina, guarda una maleta ropa. Quiere ir a dormir al albergue, pero Rosa se pone dura. «¿Vas a volver a levantar la mano?», pregunta. Tras muchas excusas, Antonio le promete que se portará bien y se sube, maleta en mano, a la furgoneta. Encantado de posar ante la cámara, nos cuenta que fue legionario y que lleva varios años viviendo en la calle. Cuando se marcha, el enfermero nos explica que Antonio es alcohólico crónico y que el alcohol le ha dañado el cerebro.«Es uno de los fijos, lleva años entrando y saliendo del centro; creo que el tiempo que no le hemos visto el pelo es porque ha estado en la cárcel», indica María.

En el día a día, los trabajadores del albergue ven casi de todo. «Al final te acostumbras, como en todos los trabajos, pero somos humanos y muchas veces sufrimos con las historias o pasamos miedo, porque no sabes con qué te vas a encontrar al acercarte en mitad de la noche a una persona», dice Rosa. A pesar de todo, los usuarios se han convertido en su familia. «Cualquiera diría que son lo peorcito de la sociedad, pero nosotros les vemos las cosas buenas», continúa Rosa.

Sin código de honor

La mayoría de las personas que viven en la calle tienen problemas con el alcohol o las drogas o tienen problemas mentales. El centro trata de buscarles una salida para sacarles de la calle, pero no siempre funciona. «Muchos no quieren salir de la calle», dice José Antonio Almagro mientras nos dirigimos a la playa de Huelin. Allí duermen a menudo inmigrantes que también son viejos conocidos.

Los inmigrantes han aumentado mucho en la calle y son cerca de la mitad de los 'sin techo' en Málaga. Al borde del mar el frío se convierte en una presencia constante. Conocemos a Andrés, un alemán que dice estar construyendo un barco. Vive en un cajón de madera fabricado por él y situado junto a las barcas de los pescadores. Rosa le pregunta por una pelea que tuvo con un antiguo amigo. «No existe código de honor en la calle y los 'sin techo' suelen robarse los unos a los otros», dice José Antonio. Un peligro más en su difícil vida.

Lejos de la playa, cerca de la estación de autobuses, nos cruzamos con la primera mujer de la noche. Se llama Susana y arrastra una silla de ruedas que consiguió porque le dan más dinero cuando pide. «Apenas hay mujeres viviendo en la calle porque tienen más redes sociales de ayuda y si están, viven en pareja o en pisos okupas», explica María.

En la estación de autobuses, una decena de personas duerme en cajas de cartón. La unidad les ofrece una bebida caliente y magdalenas. Los soportales de la estación están siempre muy concurridos porque es un lugar transitado, lo que les ofrece protección. «Muchos 'sin techo' también conviven con perros que les hacen compañía y les defienden si hace falta», dice María. Ya son cerca de las dos de la madrugada y la unidad vuelve al albergue. El equipo se refugia bajo techo. Fuera, muchos resisten el frío como pueden, cobijados en sitios oscuros. Pero hay otro frío que no se quita con mantas: el de la soledad.

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios