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EN RUINAS. Aspecto que presentaba la casa cuartel tras la explosión del coche-bomba. / AP
ETA asesina a un guardia civil malagueño en Álava
eta vuelve a matar

ETA asesina a un guardia civil malagueño en Álava

Juan Manuel Piñuel, de 41 años, murió mientras alertaba de la furgoneta que unos terroristas habían dejado frente al cuartel

ÓSCAR B. DE OTÁLORA

Jueves, 15 de mayo 2008, 14:13

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A las doce la mañana del martes, Juan Manuel Piñuel cogía el tren desde Málaga para reincorporarse al cuartel de Legutiano (Álava) donde esa noche tenía guardia. En puesto de vigilancia, poco después de las tres de la mañana, se percata de una furgoneta que dos hombres habían dejado frente al edificio huyendo en un turismo. Cuando intenta dar la alerta, estallan los más de cien kilos de explosivos que llevaba. Una hora después dos agentes se abrazan con urgencia dentro del cordón de seguridad en la carretera que circula frente a la casa cuartel. Es el único y fugaz gesto de dolor que se permiten. Ni siquiera hablan. Tras separarse, uno camina hacia las ruinas con una linterna. A cada paso hace crujir los cristales rotos, restos de tejas y trozos de metal abrasado que alfombran el suelo tras el brutal estallido de la furgoneta bomba de ETA. Su compañero, un guardia civil de paisano y aspecto fornido, corre hacia un vehículo donde le esperan más agentes sin uniforme. La lluvia repiquetea en los techos de los 'Nissan' blindados del instituto armado.

«Son tres heridos y dos desaparecidos. Repito. Oficialmente. Tres heridos y dos desaparecidos. Ya iremos hablando». El mensaje se escucha a través de la radio de uno de los vehículos de emergencia, aparcado en el arcén y con las puertas abiertas. A esas horas ya se ha descubierto el cadáver del guardia Juan Manuel Piñuel entre las paredes derruidas de lo que hasta esa noche había sido la sala de comunicaciones del cuartel. Murió mientras alertaba a sus compañeros de que un coche sospechoso acababa de aparcar junto al puesto. El segundo desaparecido, el sargento de 41 años José Javier Cabrizo Fernández, ha sido localizado. Se acaban de escuchar unos gemidos debajo de una montaña de escombros. Nadie sabe cuánto le puede quedar de vida.

Los bomberos de Vitoria están dentro de las ruinas y trabajan contrarreloj. De vez en cuando, de entre los restos de muros y cemento aparecen fantasmas rojos cubiertos de polvo y barro. Son los primeros ertzainas que llegaron al cuartel poco después de la explosión y corrieron a mover toneladas de roca para intentar rescatar a los heridos. Todos llevan puesto el casco antidisturbios, la única forma que encontraron de protegerse mientras se adentraban en un edificio humeante del que seguían cayendo restos. Se alejan de las ruinas con el tambaleo de una persona agotada. Ellos han sacado del cuartel a 27 personas, entre ellas a cinco niños. Sólo faltan dos.

En ese momento, las inmediaciones del cuartel parecen el rodaje de una película bélica. Enormes focos levantados en lo que fue el acceso a la base iluminan el trabajo de los rescatadores. El aire está impregnado de olor a gasolina y a pino. La bomba de ETA ha arrancado de cuajo los árboles que crecían a la entrada del cuartel. Los troncos sin corteza, con la madera de color hueso al aire, cubren la carretera. Fuera del foco que alumbra el puesto, la noche está rasgada por los luminosos de todos los colores de los coches policiales. A doscientos metros, la oscuridad es absoluta y los policías, los guardias civiles y los ertzainas emplean linternas para caminar sin tropezarse. En la noche apenas se distinguen los uniformes verdes de los rojos.

«Pulverizado»

Los desactivadores de la Ertzaintza llevan chalecos negros. «La furgoneta bomba está pulverizada. El motor puede estar en una de las laderas, a quinientos metros», susurra uno de ellos. La carrocería de la 'Citröen Berlingo', convertida en metralla, ha atravesado una lengua de agua del embalse de Urrunaga y ha aparecido a más de un kilómetro de distancia. El cráter abierto en el carril de la carretera tiene un metro de profundidad, tres de ancho y ocupa una superficie de 7,68 metros cuadrados.

Según la reconstrucción, los etarras dejaron la furgoneta en la carretera y huyeron en un segundo vehículo. La cuenta atrás de un temporizador marcaba la diferencia entre la vida y la muerte. A las tres y diez, la detonación de una cantidad de explosivos por determinar -más de 100 kilos según las primeras estimaciones- arrasó el bloque de oficinas de la entrada, situado en el frontal de un edifico del planta cuadrada con un patio interior. Los expertos creen que la onda expansiva se desvió gracias a un pequeño muro levantado junto al cuartel en 1982, después de un comando de ETA ametrallara a los agentes que custodiaban las instalaciones. La vieja pared derivó la explosión hacia la parte superior de la base y por ello el tejado salió proyectado hacia el cielo y lanzó una lluvia de tejas sobre la carretera. El efecto rebote de la onda, además, supuso que una pequeña casa levantada frente al cuartel quedase arrasada como si un puño gigante la hubiera aplastado una y otra vez. La vivienda estaba en obras y sus moradores no la ocupaban.

«El coche de los sospechosos ha aparecido en Abadiño», anuncia un ertzaina. En la carretera, nadie parece prestarle atención y, como mucho, un grupo de policías asiente en silencio. Todos miran a las ruinas, donde parece registrarse una actividad frenética. Los bomberos se mueven con más rapidez y parecen señalar alguno de los bloques de hormigón destrozados. El único sonido que se escucha es el de los motores que mantienen en marcha los grupos electrógenos que iluminan el cuartel. Un mando de la Guardia Civil comienza entonces a dar órdenes. Pasa la mano sobre el hombro a un agente que, con el subfusil cruzado en el pecho, parece mirar hipnotizado al lugar donde su compañero permanece sepultado. «Ponte las pilas, hay que tener esto despejado por si hay que mover vehículos», le dice con cariño. El mando se acerca a un grupo de ertzainas de paisano y les pregunta por un todoterreno rojo aparcado junto a la entrada al cuartel.

-«Es de los bomberos. Pero tiene las llaves puestas. ¿Lo quitamos de aquí», le responde un policía vasco. El mando parece dudar. Su boina verde está empapada por el chaparrón. Recibe un mensaje en su móvil. Para poder leerlo cubre la pantalla con la mano y evita que la lluvia inunde la pantalla.

- «Mejor que lo muevan los bomberos...cuando puedan. Igual necesitan algo», responde.

Entonces se produce el primer augurio de la noche. Las puertas de una ambulancia se abren con un fuerte sonido metálico. Dos enfermeros descienden del vehículo y parecen esperar algo. El ronroneo de los grupos electrógenos sigue siendo el sonido dominante, aunque de vez en cuando se escuchan los crujidos electrónicos de un 'walkie talkie'.

En ese momento los bomberos ya han conseguido mover las suficientes piedras como para comenzar a hablar con el sargento sepultado. Sus primeras palabras han sido para preguntar por su mujer, que se encontraba en el cuartel en el momento del estallido. «No te preocupes, está bien», le responden. Ella fue una de las primeras heridas en ser trasladadas al hospital, donde quedó ingresada para examinar los cortes causados por la rotura de cristales. El guardia civil había sido localizado debajo de entre dos y tres metros de escombros, en un lugar sobre el que los bomberos habían caminado largo rato. Para poder registrar la zona habían apuntalado las paredes, ante el riesgo de que un derrumbamiento les dejara también a ellos atrapados entre los cascotes. Esta obra improvisada permitió que un médico accediera hasta ese área del cuartel para examinar a Piñuel y certificar su muerte. Lo hizo entre un mar de escombros, los de un cuartel que previsiblemente deberá ser reconstruido por completo.

«El triángulo»

Mientra tanto, en un pequeño grupo se comienza a comentar el descubrimiento del coche de los etarras en Abadiño. Las fuerzas de seguridad ya sabían que los etarras, tras dejar la furgoneta bomba, habían huido en dirección a Bilbao. «Estamos en el triángulo de las Bermudas», comenta uno de ellos. El agente, que se cubre la cabeza con una gorra deportiva, se explica. «Estamos a veinte minutos de Mondragón en dirección a Guipúzcoa y a otros veinte de Durango, hacia Bilbao», afirma mientras gesticula en dirección norte y oeste. Mondragón, el pueblo donde ETA asesinó el pasado 7 de marzo a Isaías Carrasco. Durango, donde el 'comando Vizcaya' intentó en agosto del año pasado destrozar el cuartel con otra furgoneta bomba cargada, también, con cien kilos de explosivos. Legutiano se encuentra en ese vértice, rodeado de puertos de montaña y conectado con Álava Vizcaya y Guipúzcoa.

A las cinco, dos horas después de la explosión, los bomberos conseguían rescatar al sargento. Lo trasladaron en una camilla hasta la ambulancia. Su cuerpo era invisible bajo varias mantas térmicas doradas. Cuando lo introducen en el coche, los camilleros golpean sin querer la puerta y el sargento grita de dolor. «Si puede quejarse es que no está muy grave. Podía ser peor», afirma un compañero. No hay sonrisas. No hay distensión. Ertzainas, guardias y policías saben que el siguiente traslado será peor. El juez está al llegar para ordenar el levantamiento el cadáver de Piñuel.

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